Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

San Francisco de Asís y la libertad interior


Compartir

Aunque ya lo experimenté cuando estuve en Jerusalén, no deja de resultarme llamativo que en un mismo espacio geográfico se puedan tener distintos días de fiesta. Es lo que sucede en Roma cuando las fiestas civiles no encajan con las del Vaticano. De hecho, el primer día de junio, mientras se escuchaba sobrevolar aviones y festejar la República italiana, la vida seguía como si nada en los Dicasterios vaticanos. Parece que esa fiesta la estableció Berlusconi en su momento con la pretensión de ser una especie de alternativa a la conmemoración del final de la Segunda Guerra Mundial. Se trata, en realidad, de una muestra más de cómo los acontecimientos históricos no siempre se interpretan del mismo modo y lo que para unos era celebrar la libertad, para otros adquiere connotaciones políticas.



Visita a Fontecolombo, Greccio y Poggio Bustone

Me acordaba de esta fiesta civil después de visitar el domingo algunos santuarios importantes para quienes tenemos espiritualidad franciscana: Fontecolombo, Greccio y Poggio Bustone. Mientras en este último lugar fue donde, según la tradición, el pobre de Asís hizo experiencia de saberse perdonado total e incondicionalmente por parte de Dios, en Fontecolombo escribió la Regla de la comunidad y en Greccio celebró la Navidad con el primer Belén viviente de la historia. Y, claro, aunque parezca que esto y la fiesta nacional italiana tienen poco que ver, me recuerda cómo la libertad del pobre de Asís es mucho más profunda, por más que no se festeje sacando el ejército a la calle o haciendo que los aviones de guerra sobrevuelen la ciudad.

Es una cosa misteriosa esta de la libertad, porque con frecuencia damos por supuesto que la tenemos por el mero hecho de que nadie se nos imponga desde fuera, pero, paradójicamente, son muchas más las esclavitudes que nos asfixian desde dentro y de las que no siempre somos tan conscientes. El peso de las expectativas ajenas, la necesidad de sentirnos seguros y acogidos por quienes son importantes para nosotros, el precio, a veces demasiado alto, que implica ser nosotros mismos, la soledad propia que conlleva no pretender ser comprendidos ni apoyados por los demás en aquello que creemos o hacemos… hay miles de pequeñas pero apretadas cadenas que nos deberían impedir ser tan ingenuos como para considerar que nuestro punto de partida es siempre la libertad.

Israel lo tenía bastante claro cuando, al narrar su experiencia fundante, no se limita a la salida de Egipto cruzando el mar (cf. Ex 14), sino que el relato se prolonga describiendo la travesía por el desierto y sus dificultades, en la que el mayor enemigo de esa recién adquirida libertad es el propio Israel. Quien más y quien menos todos tenemos que hacer ese mismo recorrido vital, amenazados siempre por el miedo y la inquietante sensación de intemperie. Eso sí, cuando hacemos experiencia de ser amados en nuestra verdad más frágil, sin condiciones ni méritos, podemos lanzarnos a la incertidumbre de romper con esas invisibles cadenas que nos privan de ser quienes realmente somos. Es lo que experimentó Francisco en Poggio Bustone, y lo que le permitió actuar de manera desconcertante para muchos en Greccio y entender que tener el Evangelio como única ley es lo que más nos libera, como plasmó en la Regla en Fontecolombo. Y, ante esa profunda libertad interior, no hay festejo suficiente, aunque no contemos con un día feriado para ello ni hagamos desfilar ejércitos por las calles.