Rememoración de las relaciones entre la jerarquía Eclesiástica y las tradiciones de la religiosidad popular


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El Sínodo sobre la Sinodalidad está convocado con base en una pregunta fundamental: ¿Cómo se realiza hoy el caminar juntos que permite a la Iglesia anunciar el Evangelio?, y ¿qué pasos dar para crecer como Iglesia sinodal (comunitaria, fraternal)? 



También han sido suministradas tres pistas para la consulta. Primera: preguntarse sobre las experiencias en la propia Iglesia particular, al respecto de la pregunta fundamental. Segunda: releer más profundamente esas experiencias (entre otras cosas, ¿qué dificultades y obstáculos se han encontrado?, ¿qué heridas han provocado?). Y tercera: recoger los frutos para compartir.

Acerca de dificultades y obstáculos que se han encontrado, y de heridas que se han provocado (y que, sin duda, sanaron), nos permitimos hacer una relectura de experiencias de la Iglesia particular, sobre todo en torno a la relación entre la jerarquía eclesiástica, en una determinada coyuntura, con los sostenedores de las tradiciones de la religiosidad popular.

Escenario: la provincia del Cauca, en el suroccidente de Colombia; época: la década de los años 80 del siglo XX, sobre todo después del terremoto del jueves santo de 1983, que produjo 200 muertos en Popayán -capital del Departamento del Cauca- y sus alrededores.

Un hombre directo, más bien parco y, sobre todo, franco

A la Arquidiócesis de Popayán había llegado un arzobispo joven y vigoroso de origen caldense (región del eje cafetero, centro de Colombia). Monseñor Samuel Silverio Buitrago. Su estilo era el de un hombre directo, más bien parco y, sobre todo, franco. Su formación, más allá de lo teológico, era científica y técnica.

Pronto, después de su llegada, dejó de circular el viejo, oscuro y alargado automóvil de los arzobispos, una especie de modesta “limusina”; se lo veía montar más bien en un campero que adquirió para la Arquidiócesis. Era de irse a las zonas rurales como el que más, a la evangelización y a las celebraciones. Estas, en las periferias, en los campos, son de una discreta simplicidad pero entusiastas y concurridas.

La “opción por los más pobres” -dicho en lenguaje moderno- no ha sido inusual en la Diócesis de Popayán, y no solo en tiempos republicanos sino poco después de la invasión europea (y la conquista y re-denominación de América), cuando se consolidaba la Colonia: el primer obispo de Popayán, Juan del Valle, siglo XVI, tuvo frecuentes desavenencias con los encomenderos.

La ciudad de Popayán -segunda en importancia en tiempos del Virreinato de la Nueva Granada, después de Santafé o Bogotá- es destacada, entre otras cosas, por sus iglesias coloniales.

Esta ciudad, en casi cada siglo es asolada por un terremoto; en el siglo XVIII Popayán era la residencia de acaudalados mineros y hacendados. Ocurrido el sismo de entonces, la reconstruyeron con pompa, sobre todo en cuanto hace a iglesias. Las familias más acaudaladas patrocinaban la erección de templos imponentes, vistosamente decorados y bien dotados de imaginería –la de origen quiteño, la más notable-, todo dentro del estilo ecléctico de la arquitectura sacra americana.

Prioridad, esos recintos sagrados que son los hogares

El terremoto de 1983 destruyó los templos y muchos edificios civiles, institucionales y residencias de la gente. Monseñor Buitrago dejó claro que su prioridad no sería la reconstrucción de las iglesias sino de esos recintos también sagrados que son los hogares; dijo que lo más urgente, obligante y cristiano era volver a levantar las casas, comenzando por las de las familias más pobres y necesitadas. Cooperar con los gobiernos territoriales haciendo uso de la ayuda de las organizaciones no gubernamentales para emprender la reconstrucción, muchas veces por el sistema de autoconstrucción, contando con las propias asociaciones de damnificados.

No todos los feligreses de las parroquias recibieron con agrado ese orden de prioridades; algunos se empeñaron particularmente en la reconstrucción y luego aparecieron ayudas de gobiernos extranjeros así como fondos nacionales para el mismo fin. La más demorada y costosa de las reconstrucciones fue la del templo de San Francisco, joya del barroco americano; la patrocinó la Agencia española de cooperación internacional para el desarrollo, “Aecid”.

En la semana santa de 1984, los organizadores de las procesiones fueron más prolijos que nunca y los desfiles salieron preciosos, pese a que recorrían una ciudad en ruinas (desde 2009, las procesiones de Popayán están en la Lista del Patrimonio oral e inmaterial de la Humanidad, de la Unesco).

El martirio de la Iglesia de las periferias

Ocho meses después, en la localidad de Santander de Quilichao, al norte de Popayán, el 10 de octubre de 1984, fue asesinado por pistoleros que huyeron, el padre Alvaro Ulcué, primer sacerdote indígena, de la etnia nasa (entonces se decía “paeces”).

Sacar adelante vocaciones populares, sobre todo de indígenas, era sostenida consigna de monseñor Buitrago. Después de ordenados los ponía en contacto con las fundaciones católicas europeas como “Misereor”, para que consiguieran financiación con destino a los proyectos sociales de sus retiradas parroquias, afectadas por carencias en todos los órdenes, comenzando por nutrición, salud y educación para los niños.

En el hecho de deplorar y denunciar la muerte del padre Ulcué así como amenazas para otros de sus colegas, el arzobispo no se sintió suficientemente acompañado, respaldado.

Ya venía la semana santa de 1985, tan bella como siempre o más; en la ciudad había avanzado la reconstrucción. Monseñor Buitrago insinuó que si seguía la indiferencia con el martirio de la Iglesia de las periferias, no participaría en las procesiones.

La respuesta de quienes por entonces eran determinantes en las celebraciones (de la feligresía, laicos) fue traer a un extranjero para que presidiera el desfile del viernes santo. Mostraron las fotografías publicadas en la prensa que su porte era grave y ceremonioso, tal cual los caballeros medievales, portaba espada decorativa, vestía de riguroso negro -como pintado por El Greco-, lucía en su pecho la cruz de la orden de Malta y cubría su cabeza una especie de tricornio empenachado. Tenía, además, un parche en el ojo, lo que le venía bien a la leyenda que lo había precedido: que la procesión sería aprestigiada con la presencia un aristócrata italiano, alto jerarca de una de las cofradías internacionales que participan en los desfile.

Años y semanas santas después, con posterioridad a muchos otros desfiles y demás sucesos, previstos e imprevistos, hechos como los recién descritos fueron sepultados en el olvido.

En la década del año 90, monseñor Buitrago murió. Quien esto escribe, cuando se produjo el deceso del arzobispo, estaba en el exterior.  Mi esposa me refirió que se había visto un entierro más bien solitario.

Pero ahí está, detrás de una placa con su nombre -para quienes lo estimaron y para los que no tanto, para quienes fueron beneficiarios y el centro de sus preocupaciones, y para quienes lo recordamos y echamos de menos-, en una urna de la catedral del centro de Popayán, como corresponde a los jerarcas eclesiásticos.


Por Eduardo Gómez Cerón. Doctor en Ciencias de la Educación de la Red de Universidades de Colombia y miembro de la Academia latinoamericana de líderes católicos

Agradecimientos a: José Antonio Rosas, director de la Academia latinoamericana de líderes católicos