José Francisco Gómez Hinojosa, vicario general de la Arquidiócesis de Monterrey (México)
Vicario General de la Arquidiócesis de Monterrey (México)

Orar: ¿para qué?


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El Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización, siguiendo un deseo del papa Francisco -así reza la nota de Vatican News-, está convocando a un maratón de oraciones durante el próximo mes de mayo, con el tema “Desde toda la Iglesia se eleva incesantemente la oración a Dios”. El comunicado afirma que las plegarias se elevarán para pedir por el fin de la pandemia.



Algunas personas me han preguntado por el sentido de tales prácticas. ¿De qué sirvió, inquieren, aquel gesto del papa Francisco en la desierta Plaza de San Pedro, hace ya un año? El hecho ha quedado grabado en nuestra memoria, y provocó, en su momento, no sólo admiración hacia Jorge Bergoglio, sino un sentimiento de unidad para luchar contra el virus que comenzaba a adueñarse de nuestras agendas, a impactar en la salud y en la economía mundiales, a cobrar ya hoy millones de muertos a lo largo de todo el planeta. Pero la pandemia sigue allí, no obstante las oraciones del Papa y de sus seguidores. ¿Tiene sentido, entonces, rezar para que se acabe ya este mal?

Todo depende del significado que le demos a la oración, y de la idea de Dios que tengamos. Si creemos en una divinidad intervencionista, capaz de acceder a nuestras súplicas, siempre y cuando sean sinceras, frecuentes y, estaría muy bien, acompañadas de algún sacrificio, me temo que podemos desilusionarnos. Ya el difunto Mardones (cfr. “Matar a nuestros dioses”), nos advirtió sobre esta falsa idea de Dios.

Una oración, entonces, que pretenda cambiar a Dios o modificar de manera mágica la realidad, no tiene sentido. Oramos no para pedir, sino para platicar. Entramos en diálogo con el Dios que amamos para compartirle nuestras inquietudes y escuchar las suyas. Le participamos, es cierto, de nuestros problemas y le confiamos las soluciones que quisiéramos encontrar. Le solicitamos su compañía en los momentos difíciles, pero también en los alegres. Invocamos su luz y su fuerza para tomar buenas decisiones y mantenernos en ellas.

Reconocer la presencia

Ojalá nos fuéramos acostumbrando a pedir menos y a ofrecer más, a dar gracias, a alabar, a reconocer la presencia divina en la naturaleza y en el amor de las personas –parejas homosexuales y de divorciados vueltos a casar incluidas–, a aceptar nuestras áreas de oportunidad.

Y, claro, como Dios es un misterio y no sabemos cómo puede reaccionar, podemos encomendarle nuestros problemas, nuestras angustias… Él ya sabrá qué hacer.

Pro-vocación. Y hablando de oraciones. ¿Sería posible que se modificaran algunas plegarias litúrgicas que participan, en mi opinión, de estas imágenes distorsionadas de Dios? Dos ejemplos. En el Prefacio III de Pascua se dice: “(Cristo) … nos defiende ante ti con perenne intercesión…”. ¿Cristo nos defiende de su Padre Dios? ¿De qué nos defiende? Y en la Oración después de la comunión del Martes I de Cuaresma: “Concédenos… que, al esforzarnos por dominar los deseos terrenales, aprendamos a amar las realidades celestiales”. ¿Dicotómicamente maniqueas?