Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Manos frías


Compartir

El miércoles de ceniza participé en la celebración de la parroquia de mi barrio. Un templo relativamente nuevo, relativamente grande y, ese día, absolutamente frío. Estaba prácticamente lleno con gente de toda edad, aunque la mayoría –como cualquier domingo– sobrepasan los 70.



Además de escucharse varios móviles distintos a lo largo de la celebración, con el correspondiente comentario del párroco y los rechistes de algunas señoras, también hubo varias quejas al aire: “¡qué frío hace”, ¿qué pasa con la calefacción?, ¡así no se puede estar!”. Es verdad. Todos teníamos frío. Pero cualquiera se queja en el inicio de la Cuaresma y en plena ceniza…

Justo delante de mí había una pareja con muchos años a la espalda. Él, un hombre alto, grande, a pesar de la debilidad corporal que desprendía, con problemas de audición y de movilidad. Calculo que tendrá unos 90 años. Es uno de los que dijo varias veces en voz alta: “¡Qué frío!”, aunque por supuesto pensaba que lo hacía en un susurro y que solo le escuchaba su mujer. Ella, mucho más pequeñita, con cara risueña, con cierta ventaja de fuerzas por los 5 o 6 años que le parecía restar, pero también con su muleta y cierta lentitud de movimientos.

Caricias y calor

Después de recibir la ceniza, este hombre enjuto, alto, fuerte, aunque delgado, extendió su mano huesuda a su mujer sin decirle nada. Y ella le miró y sin más la rodeó, apretando para calentarla. Prácticamente así siguieron el resto de la celebración. Ella le calentaba las manos a él y creo que él le calentaba el alma a ella. Es lo que tienen las caricias, especialmente las manos, que una no puede acariciar sin ser acariciada al tiempo.

Y pensé que me encantaría envejecer así. Como ellos. Y pensé que eran afortunados. Y me dio envidia. Y sentí que el mismo Dios me recordaba que Él ya me calienta las manos a través de tantas otras con las que tengo la suerte de coincidir cada día.

Y yo, también con algo de frío por dentro y por fuera, queriendo no pasar por la Cuaresma como si nada, imaginaba a Dios extendiéndome su mano para que yo le acariciara hasta desterrar el frío. Porque Él, que nos conoce bien, sabe que a veces estamos más prestos para ayudar a otro que para pedir ayuda, para abrazar que para pedir que nos abracen.

Al parecer, si tienes las manos frías con excesiva frecuencia, indica algún problema en el flujo sanguíneo, como si la sangre –la vida– no pudiera moverse con toda la libertad y armonía que el cuerpo necesita. Y pensé que esto de darse calor no está lejos de vivir en profundidad un tiempo de conversión como es la Cuaresma, donde nos ayudemos a que la vida que nos alienta no se estanque y fluya sin parar. Y seguir con lo que cada cual está haciendo, sin darle ninguna importancia, como si fuera lo más normal del mundo, como esta pareja delante de mí.

¡Ah, por cierto! En el momento de la paz este hombre, sin volverse siquiera, con calma, extendió su mano hacia atrás, donde yo estaba sentada. Y, sí, claro, la acaricié y dejé que, aunque solo fuera por un instante, él calentara la mía.