Redactor de Vida Nueva Digital y de la revista Vida Nueva

¿La religión es algo más que un hilo argumental de las plataformas audiovisuales?


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La serie

Uno de los productos que el nuevo año ha traído a Netflix la serie ‘Mesías’ (‘Messiah’). Protagonizada por el actor belga Mehdi Dehbi, este aparece caracterizado con las melenas y sutil barba que asemeja a Jesucristo con el movimiento hippie. Llamado por sus seguidores ‘Al-Masih’, es decir, directamente ‘mesías’, surge en Damasco y se atribuye la retirada de las fuerzas del Isis de la capital siria tras una tormenta de arena. La popularidad que alcanza entre los refugiados palestinos que le siguen hasta el desierto hace que se convierta enseguida en un interés para la CIA estadounidense.



Desde la complejidad religiosa, étnica, política y militar de Jerusalén, este mesías difunde su mensaje elaborado con un cóctel de los principales valores de las religiones del Libro y alguno de sus textos más representativos. Mensaje que le lleva como refugiado a los Estados Unidos –un árabe sirio reclamado por Israel– donde continuará su misión mesiánica tomando distancia con las religiones tradicionales a través de un enigmático sincretismo calculado.

El nuevo milenio nos ha demostrado que el fenómeno religioso es un ingrediente delicado que sigue marcando la geopolítica internacional. Este es el motivo fundamental de esta serie en la que concurren textos del ‘Principito’, conflictos entre distintas agencias estadounidenses o los mejores métodos de presión psicológica de las instituciones israelíes… a lo que hay que añadir algún que otro milagro inexplicable. Sin querer profundizar mucho en lo que es la fe o en como esta puede volverse fanatismo, Mesías es una serie que, con sus deficiencias como el desgaste de su trama, demuestra que el laicismo que se presenta como anticlericalismo de nuevo cuño no acabará con las experiencias religiosas de quienes hemos experimentado que la religión es algo más que un analgésico moral.

La temporada

Cambio de plataforma. El pasado 10 de enero, en HBO, se estrenó una nueva temporada de ‘El joven Papa’ de Paolo Sorrentino con Jude Law, retitulada en esta ocasión ‘El nuevo Papa’ y con los dos primeros capítulo en línea. El Pío XIII de Law comparte ahora cartel y cede todo el protagonismo a John Malkovich como Juan Pablo III –sir John Brannox antes del cónclave–. Hago unos subrayados tangenciales para evitar todo resquicio de spoiler.

La serie, que surgió tras la propuesta a Sorrentino de hacer su propio biopic sobre el Padre Pío –que también tiene elementos para una verdadera serie vista más allá de la mirada de los fieles del capuchino del sur de Italia–, vuelve a tratar de colar al espectador, a través de personalidades llevadas hasta el extremo, en la lucha de poderes terrenales y celestiales que se concitan en los sagrados palacios.

A quien conoce, aunque sea de forma apenas iniciática, los pasillos de la Curia romana la serie le parece un fascinante retrato, con una impecable estética, de las fragilidades, miserias, bondades y convicciones de las personas que habitan la maquinaria vaticana. Léase cualquiera de los discursos navideños de Francisco a la Curia para tener más datos de primera mano. Vistas en continuidad ambas temporadas, la serie borra los ficticios límites entre caricaturas de eclesiásticos católicos y progresistas para dejar desnudos a los personajes con sus entrañas –además de con una visión seguramente demasiado superficial  o anecdótica de la fe–.

De hecho, junto a los personajes papales la ambigüedad parece ser un personaje que cobra una relevancia que seguro que tiene su parte de correlación en cuanto se propone al mundo contemporáneo –aún hoy con el papado de Francisco– desde el otro lado de la muralla leonina. El amor pasional es imposible desligarlo –en las tramas– de la virtud teologal de la caridad, la fe y la providencia divina con el poder clerical, la religión con la institución… En los ojos del espectador estará el valorar hasta dónde llega la realidad y hasta dónde la ficción en estos y otros temas.

De hecho, para el espectador medio, poco familiarizado con la rutina vaticana y que conoce apenas algunas galerías de los Museos Vaticanos o caricaturas como el agarrón de la peregrina asiática al papa Francisco, esta serie puede ser una burda y magistral comedia italiana que no hay que tomarse demasiado en serio o la razón definitiva para dejar de creer en Dios. El propio director napolitano decía estos días de presentación que “es difícil creer en Dios, pero me gusta cómo cuentan la historia, es un buen guion”.

Y es que, independientemente de lo que se piense sobre Pío XIII, la escena ante la jefa de márquetin del Vaticano –una suerte de Dario E. Viganó en sus mejores tiempos– en la que el pontífice prohíbe su rostro en los platos conmemorativos debería formar parte de la historia del papado.

La película

La conjunción de dos papas de la ficción de Sorrentino, reclama la realidad que es el trasfondo de otra pieza artística que ha sido objeto de corrillos en las últimas semanas: ‘Los dos papas’, también de Netflix. Una cinta que ha hecho descubrir a algún obispo la existencia de la plataforma audiovisual que también ha colgado un programa mediocre con un Jesús gay tras su paso por los 40 días en el desierto.

También con una producción estética envidiable, la cinta rebosa la increíble sensibilidad que ha acompañado al director, Fernando Meirelles. Un ficción que se transforma por momentos en demasiado real, una pieza artística que construye un relato humano y divino al mismo tiempo de visiones más superpuestas que enfrentadas de la Iglesia, esas que parecen excluirse tanto que se reclaman en los debates que quedan ahogados en las paredes de las sacristías.

Han pasado por esta página, y tantas otras, estupendas y más fundamentadas valoraciones que la mía que dejará un poco insatisfechos a los más devotos y a los más combativos. Ahí están los comentarios de mi colega bloguero Mauricio López Oropeza y su “reflexión personal”, la mención en sus “notas al pie” de José Beltrán diciendo que no es “apta para quienes se les atraganta que el coro cante la paz o que haya ofrendas más allá del pan y del vino” –aunque quien me conozca sabe que yo sea un poco de estos últimos– y el posterior comentario de autoridad, los apuntes de José Lorenzo, el cabreo de Munilla y los elogios, por ejemplo de tantos jesuitas del mundo pastoral –y que han visto algo más que 3 películas piadosas–.

Más allá de las proezas técnicas, de la grandes interpretaciones y caracterizaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce… la historia está llena de guiños y detalles tan verídicos y escondidos que emocionan a quien conoce ciertas trastiendas de las personas que se esconden tras los personajes retratados. Detalles que incluso llegan a doler por todos estos gestos que se cuelan como si tal cosa, bien sea por demasiado ciertos o por demasiado repetidos como para deshacer leyendas urbanas a estas alturas. Y es que a veces, las verdades y las simplificaciones duelen, y sería miope no ver la imagen de Iglesia que la sociedad nos envía gracias a productos como estos –aunque vengan del mundo del entretenimiento–.