Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

La relevancia de lo insignificante


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Esta semana está siendo una prueba de fuego para no caer en la impotencia y la desolación. Sobre todo, si vives en Madrid. Los distintos gobiernos mueven sus fichas en función de los propios intereses, según la ideología, según el objetivo último que se proponen y no la necesidad concreta a la que –supuestamente– están dando respuesta. Y en medio, siempre en medio, nosotros. En medio del fuego cruzado, de las alianzas ocultas, de las estrategias vergonzantes, de la comunicación manipulada, estamos las personas anónimas. Los que hacen cola en el centro de salud, los que no ven cómo pagar a los empleados a fin de mes porque no hay entradas, los que aguantan aglomeraciones en el transporte público a riesgo de la propia salud sabiendo que lo peor sería perder el trabajo, los mayores que asumen un plus de soledad y de aislamiento sin ver a los nietos o los hijos o los amigos del barrio…



En este escenario, donde seguimos sin saber muy bien qué decidirán mañana nuestros políticos o pasado o al otro y en qué medida nos influirá, lo aparentemente insignificante de cada día cobra una importancia enorme. ¿Podré ir al cine o estará restringido salir del barrio?, ¿podremos quedar a tomar café como habíamos quedado o habrá que suspenderlo?, ¿podré cortarme el pelo o tendrá que apañarme hasta que vuelvan a abrir?, ¿cuánto tiempo pasará hasta que vuelva a ver a mi abuela o a mis padres?, ¿empezaremos los encuentros de jóvenes en la parroquia o habrá que postponerlo sin fecha?

Infancia espiritual

Y, casi por sorpresa, el calendario me sorprende con que ya estamos en octubre, mes misionero. Y que hoy, día 1, recordamos a Teresita del Niño Jesús o de Lisieux. Esta joven monja de clausura, débil de salud y que para muchos tiene algunas expresiones espirituales rozando lo neurótico, con gestos infantiles e incluso de cierta inmadurez afectiva. Pues sí: esta mujer es santa y es patrona de las misiones para toda la Iglesia. Quizá el máximo representante de lo que conocemos como “infancia espiritual” (que nada tiene que ver con el infantilismo ni la debilidad afectiva, por cierto). Y me reconcilia con mi propia fragilidad e insignificancia, cuando está bien vivida.

En ‘El libro de las pequeñas revoluciones’, Elsa Punset hablaba del “síndrome de la insignificancia” o el “miedo a ser insignificantes como una de las epidemias modernas”. Ella lo une a la necesidad compulsiva con que a veces vivimos comparándonos: ya sea con los hermanos de sangre, los compañeros de juegos, la guapa de la clase… Con unos añitos más, la comparación puede darse con una imagen ficticia e inalcanzable de nosotros mismos o con el perfil de moda en los medios o un ideal moral al que tampoco llegamos. Seguramente, cuanto más serenos estamos y cuanto más miramos a nuestro propio interior para ir siendo “nuestro mejor yo” sin otros prototipos fantaseados, menos nos comparamos y menos desolados nos sentimos con nuestra propia realidad.

Santa Teresita del Niño Jesús (Lisieux)

“Lo que agrada a Dios de mi pequeña alma, es que ame mi pequeñez y mi pobreza”, decía Teresita. Y también el descubrimiento de su propia vocación personal: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor”. Quizá por eso es patrona de las misiones; quizá por eso, eligiendo amar en lo pequeño, fue una “mujer en salida”, como Francisco nos define hoy la misión en la Iglesia. Y quizá también por eso aprendió a amar su propia pequeñez y pobreza. Porque puede ser mucho más heroico dar la vida en lo pequeño, día tras día, que en un momento puntual y extremo. Porque hay que amar mucho y sentirse muy amada para no negar la propia debilidad, amarla y ponerla con toda sencillez junto a los propios dones –que también tenemos–, al servicio del mundo y de la misión. Es la relevancia de lo insignificante.