Javier Gomá: las heridas de la finitud


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Según la paradoja de Fermi, hay una alta probabilidad de que existan otras civilizaciones inteligentes en el universo observable, pero no hemos encontrado ninguna señal que lo confirme. ¿Por qué? Según la ecuación de Drake, en los últimos 7.500 millones de años en el universo observable han existido 819.000 millones de civilizaciones con tecnología muy parecida a la nuestra en torno a una estrella de tipo G (es decir, una clase de estrella similar a nuestro Sol). ¿Qué nos ha impedido conocerlas? Según Fermi, que había trabajado en el Proyecto Manhattan, la tendencia a autodestruirse de todas las civilizaciones con una tecnología avanzada.



El cosmos es un gigantesco cementerio de civilizaciones extintas. Quizás se trata de una hipótesis falsa, pero eso no cambia la perspectiva sobre el futuro. La teoría general de la relatividad y la mecánica cuántica coinciden en que el universo avanza hacia el colapso gravitatorio: dispersión, frío, oscuridad, no ser. ¿Qué papel ocupa el hombre en esa tragedia? Ninguno. Solo es una brizna irrelevante, un fenómeno sin trascendencia.

Rebelados contra la insignificancia

Muchos nos rebelamos contra esa idea. El filósofo Javier Gomá Lanzón es uno de ellos. Nunca se ha cansado de señalar que convivimos con una paradoja tan trágica como la de Fermi: postulamos la dignidad del ser humano, pero aceptamos la indignidad de la muerte como destino último.

La grandeza del hombre se desmorona en la corrupción de la tumba. Así lo entendía Emil Cioran, uno de los grandes apóstoles del nihilismo. Si nada perdurará, si Beethoven, Shakespeare y Leonardo da Vinci viajan hacia el no ser, todo carece de sentido. La Nada es la reina cruel del cosmos. Frente a esa hipótesis, Javier Gomá postula “una mortalidad indefinidamente prorrogada” garantizada por un Dios pasivo y escondido, pero altamente compasivo y que no nos ha abandonado a nuestra suerte.

La figura de Jesús de Nazaret introduce en la historia de la humanidad la idea novedosa de una resurrección acontecida en el tiempo. Frente a la resurrección mítica en el Olimpo u otras regiones supracelestes, el galileo se aparece en el camino de Emaús, lo cual abre la puerta a la posibilidad de la supervivencia, no ya del alma, como sostenían Sócrates y Platón, sino de la identidad individual, compuesta de cuerpo y alma. ¿Podría sobrevivir el yo sin el cuerpo? ¿Sería posible continuar existiendo, privado de la dimensión que nos ha permitido interaccionar con el mundo, construyendo nuestra personalidad?

Javier Gomá

La ejemplaridad no es un concepto abstracto

Javier Gomá sostiene que la ejemplaridad es el “ser” del ente. La ejemplaridad es lo que confiere realidad al ente y lo hace inteligible. La ejemplaridad no es un concepto abstracto, sino “una existencia realísima y concretísima”. El ejemplo es un universal concreto. Si le despojamos de su concreción, pierde su propia esencia. Desde Sócrates, la filosofía se pregunta por el qué del “ser” y no –como debería– por el quién. Paradójicamente, Platón presentó a Sócrates en sus ‘Diálogos’ como la máxima perfección del “ser” en el marco del mundo finito. Si adoptamos la perspectiva del universal concreto, que atribuye una estructura personal al mundo, será inevitable preguntarse si hay un “quien” o, por el contrario, no hay “nadie” en el fundamento último de lo real.

El universal concreto no puede subsumirse bajo un concepto o una palabra. En ese sentido, es inefable. No se dice, solo se muestra y únicamente podrá ser comprendido desde la imitación o repetición. El individuo busca en la vida un “quien” semejante en forma y figura, pero con un grado de excelencia que le permita erigirse como un modelo perfecto de lo humano. ¿Cómo reconocer ese modelo? Según Gomá, en el momento de la muerte, cuando queda fijada la imagen definitiva del yo que se extingue en el mundo de la experiencia.

¿Quién nos ha dejado una imagen que ha gozado durante siglos del reconocimiento de la perfección más alta? Gomá responde que Jesús de Nazaret, que murió perdonando a sus verdugos y sin perder la confianza en Dios, pese al aparente fracaso de su misión en la Tierra. Jesús se apareció a sus discípulos para mostrar al ser humano que no le espera la disolución en el cosmos o en el seno infinito de una divinidad impersonal, sino un suplemento de ser que preservará el mundo conocido, pero rectificado y corregido. “Es decir, un mundo mejor, pero no diferente”.

La teología es un camino

Algunos objetarán que esta reflexión solo es una finta teológica, pero la teología no es una simple ciencia o disciplina, sino el camino porque el aparece la esperanza, salvando a la historia de la iniquidad y el absurdo. Gomá cita a Horkheimer, según el cual la teología es “la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no puede permanecer así, que lo injusto no puede considerarse la última palabra”. Horkheimer reconoce que ese planteamiento implica admitir que “el mundo es un fenómeno, no es la verdad absoluta ni lo último”.

Spinoza aconseja no depender de la esperanza, sino de la razón. Solo así podremos preservar nuestro yo y soportar el infortunio con dignidad. En cambio, la santidad o “super-ejemplaridad” nos incita a vivir para los otros. Lévinas describe la santidad como “amor no concupiscente”. Amar sin exigir reciprocidad. Es una meta opuesta a la economía del yo, que puede llevarnos a la inmolación de nuestra propia existencia. ¿Se puede ser feliz muriendo por los otros? No es probable. Por eso, la felicidad pertenece al terreno de la esperanza. Solo Dios puede aportar un suplemento de vida donde virtud y felicidad coincidan. Es lo que Kant llamó “summum bonum”. No es un derecho, sino una conquista. No tenemos derecho a ser felices. Debemos hacernos dignos y merecedores de ser felices.

Gomá entiende la esperanza como perduración del individuo más allá de la muerte. La extinción biológica es “un sordo hecho biológico, la mayor de las vulgaridades”. Cita a Unamuno, según el cual, cada uno de nosotros, con su pobre e imperfecto yo, es irremplazable. Nadie puede llenar el hueco que dejamos al morir. Algunos piden que aceptemos ese hecho con estoicismo, pero Unamuno objeta –comentando la novela ‘Obermann’, de Étienne Pivert de Senancour– que, “si nos está reservada la nada, no hagamos que sea una justicia”.

Mucho más que un gesto

Gomá recuerda que la conquista de la autonomía moral del hombre moderno parece incompatible con ponerse de rodillas, pero lo cierto es que ese gesto también puede ser la expresión de un homenaje libremente elegido ante un Dios civilizado y amistoso que nos proporciona esperanza. No constituye “el sacrificio acrítico de la conciencia”, sino el signo visible de una “íntima convicción”. ¿Qué tiene la figura de Cristo para justificar este gesto? Ejemplaridad y esperanza. Su resurrección ocupa el centro de la historia y anticipa la plenitud (parusía) del final de los tiempos.

Se trata de una ejemplaridad paradójica, pues dos evangelistas reflejan con enorme honestidad la fragilidad de Jesús en la cruz, preguntándole al Padre por qué le ha desamparado. Esa escena entraña la derrota de la imagen tradicional de Dios, siempre asociada a la omnipotencia. Los filósofos tampoco esperaban que el Logos se encarnara de ese modo, soportando la humillación, la tortura y una muerte denigrante.

Jesús anuncia el reino de Dios, que no será una eternidad despersonalizada, sino un alegre banquete. “No se producirá dentro de la economía del mundo, sino en todo caso a continuación de ella”. Gracias a la irrupción de Jesús en la historia, el hombre no es ya siervo de las potencias cósmicas, sino de un Dios que se presenta como ‘Abba’, Padre. Eso no significa que confine al ser humano en una eterna minoría de edad. Dios nos quiere libres y autónomos.

Una nueva vida

“No llama a una nueva religión”, observa el teólogo Dietrich Bonhoeffer, “sino a una nueva vida”, emancipada de tutelas y servidumbres: “¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona!”. Como leemos en Isaías, Dios permanece oculto y silencioso, “no rompe la caña cascada ni apaga la mecha que apenas arde”. Gomá aboga por “civilizar la tradicional imagen de Dios”, restaurando su veracidad. Dios creó el mundo desde la nada, pero –como sostiene el filósofo Hans Jonas– lo dejó ser, garantizando su autonomía. No interviene en el mundo. No lo hizo ni siquiera para salvar a su Hijo. Gomá rechaza la hipótesis providencialista, que convierte a Dios es una fuerza arbitraria. ¿Por qué salva a unos y deja que otros mueran injustamente? Si obra así, no puede ser bueno, sino caprichoso y perverso. Civilizar la imagen de Dios implica renunciar a las fantasías infantiles.

¿Qué es lo que hace de Jesús el ejemplo más perfecto de humanidad? Su preferencia por los pobres, los pecadores, las mujeres, los niños, los endemoniados, los tullidos, los impuros, las prostitutas, los excluidos, los extranjeros, los desamparados, los enemigos. Les revela su dignidad, les hace saber que Dios no quiere su infortunio. Perdona sin exigir ayunos ni penitencias. Es “el ser para los demás”.

Nos comunica que Dios se solidariza con nuestro sufrimiento, que no quiere ser temido ni adorado, sino amado, que se pone a nuestro servicio con la máxima humildad y que mantiene un inequívoco compromiso con la liberación de la humanidad. Jesús hizo creíble ese mensaje con su ejemplo. Se entregó completamente a los hombres, vivió en la pobreza, practicó el perdón y repudió cualquier forma de violencia. La coherencia del galileo imprime credibilidad y densidad a su mensaje.

El mérito de la Teología de la Liberación

Gomá reconoce el mérito de la Teología de la Liberación al rescatar la conflictividad del mensaje de Jesús, que se alinea con los pobres y marginados frente a los poderosos de la Tierra. Al lavar los pies de sus discípulos, da ejemplo y deja claro cuál debe ser la conducta de sus seguidores. Como señala Hans Küng, Jesús es el único de los grandes reformadores religiosos (Moisés, Buda, Confucio) que muere joven y de forma trágica. Su sacrificio debe interpretarse como la prueba incontestable de su compromiso radical con los más desdichados y menospreciados. De hecho, muere entre dos ladrones, legándonos un ejemplo de amor al hombre, a la libertad y la justicia.

El Dios cristiano es un Dios de vivos que le pone un rostro humano al acontecimiento de la resurrección y que anticipa, como señala el teólogo Wolfhart Pannenberg, la plenitud de los tiempos, ese plus de realidad que anula la injusticia de la muerte. La gran innovación del cristianismo es la resurrección de Jesús. No se trata de una doctrina adquirida de la cultura judeo-helénica del entorno, ni una simple invención, sino un hecho extraordinario que ocupa el centro del devenir histórico. Al salir al reencuentro de sus discípulos “no es el mismo que antes de su muerte, pero sí es el mismo. […] No regresa a las leyes de la experiencia a las que está sometido el cuerpo natural (‘psychikon soma’), sino que se manifiesta como un cuerpo espiritualizado que ha entrado en la vida de Dios”.

A ese cuerpo espiritualizado le acompañarán las llagas que le infligió la injusta economía del mundo. De ahí que Jesús exhibiera las heridas de las manos y el costado a sus discípulos para revelarles que no era otro, sino el mismo compuesto de carne y sangre pero vivificado por Dios.

La verdadera conversión

La conversión que pedía Jesús implica aceptar que la verdad no es un qué, sino un quién. Y esa verdad no es otra que Jesús mismo, que nos permite un segundo nacimiento. Gracias a su ejemplo, pasamos del mundo de la experiencia a la órbita de la esperanza. La esperanza nos permite encarar la muerte con serenidad, convirtiéndola en un tránsito digno y sereno. Es el último gesto de ejemplaridad que cabe en el mundo de la experiencia. La esperanza es la única forma de civilizar la muerte, siempre intempestiva y angustiosa. En ese trance, “el ejemplo rinde su verdad definitiva y el corazón del testigo de ese momento trascendental se desprende de sus rutinas inerciales, que lo retienen cotidianamente apegado a los ritmos del mundo, y se abre a la creatividad de la esperanza”. Esa actitud solo puede nacer de un “corazón sabio”, que es lo que le pidió Salomón a Dios, desdeñando las riquezas.

El Dios de la esperanza exige combatir a ese otro dios en nombre del que matan al galileo. Ese dios es un ídolo que pide sumisión ciega, justificando las injusticias y exigiendo una obediencia acrítica e incondicional. Es el dios que acompaña a los ejércitos en sus campañas contra otros pueblos, vulnerando la fraternidad predicada por Jesús. El Dios de Jesús es una invitación a la concordia, a la construcción de sociedades donde ya no impera la ley, sino la amistad, haciendo innecesaria la coacción.

Es una utopía, pero una utopía muy humana y nada destructiva, que aboga por una “república de amistad” similar al reino de los fines del que habla Kant. ¿Cómo sería el mundo si todos o muchos imitaran el ejemplo del galileo?, se pregunta Gomá. Desde Auschwitz y el Gulag, dos distopías, se ha escrito mucho contra el pensamiento utópico y las voces proféticas.

La fertilidad de lo utópico y profético

‘Necesario pero imposible’ nos revela la fertilidad de lo utópico y profético, pues iluminan el mundo de la experiencia con la luz de la esperanza. Es imposible leer el ensayo de Javier Gomá y no sentir que las heridas de la finitud, lejos de ser objeciones contra el reino de Dios, constituyen anuncios proféticos de una plenitud que recogerá la cosecha del tiempo.