Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Israel y gaza: rostros y colores


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Estoy convencida de que los seres humanos nos acabamos acostumbrando a todo, incluso a lo más espantoso. Se trata de una mera cuestión de supervivencia, por más terrible que sea, porque no es posible vivir todo y siempre con el mismo nivel de intensidad. Está claro que nada es gratis y todo acaba pasando factura, con frecuencia de manera inconsciente, pero la impresión ante lo que vemos, escuchamos o sentimos se va serenando y pasa a convertir en normal lo que es profundamente anormal. Es probable que nos suceda esto, antes o después, con las noticias que nos llegan de Israel y Gaza, pero, por ahora, no puedo negar que yo sigo muy impresionada. Sin duda afecta el hecho de que sea en Tierra Santa, con lo que implica para quienes amamos y estudiamos la Escritura, y haber estado en Jerusalén algún tiempo.



Entre el blanco y el negro

De todo el tsunami de comentarios, opiniones o cuestiones que despierta este conflicto armado, me quedo con dos sensaciones que, a mí personalmente, me brotan. Por una parte, vuelve a resonarme con fuerza la complejidad de la vida, del ser humano y de las circunstancias frente a la tendencia que solemos tener de simplificar la realidad y pretender ajustarla a nuestros estrechos límites. Huimos de la complicación de reconocer que la existencia no es blanca o negra, sino que está coloreada con demasiados matices de grises, y esto hace que resulte demasiado tentador que las posturas se polaricen. No era este el modo de mirar de Jesús, que se empeñó en compartir mesa con todos, publicanos (Lc 5,29) y fariseos (Lc 7,36), sin dejarse encasillar en esa falsa creencia que identifica posicionarse con contraponer.

Por otra parte, vuelvo a experimentar qué distinto es cuando se habla de seres anónimos a cuando se narran las vivencias de personas concretas. Las noticias hablan constantemente de víctimas, pero se trata de números, terribles, por supuesto, pero números. Nos resulta más sencillo salir indemnes de las situaciones dramáticas en la medida en que le robamos al otro su rostro y su identidad personal. Cuando quien sufre tiene cara e historia, cuando no es un número, sino una persona demasiado parecida a ti misma o a quienes quieres, todo cambia. No está mal preguntarnos a cuántas de las personas que nos rodean los lanzamos inconscientemente al anonimato, sin hacer el esfuerzo por intuir el relato con el que tejen sus existencias y quedándonos solo en relaciones funcionales. Está claro que devolver el rostro al otro nos complica un poco más la vida, pero ¿acaso no vale la pena? Quizá así no nos acostumbremos tanto a lo que no debiera ser normal.