Cardenal Cristóbal López Romero
Cardenal arzobispo de Rabat

¡Estamos salvados!


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A muchos de mi generación –y me temo que también de otras– nos habían inculcado que teníamos que hacer buenas obras y portarnos bien para “ganarnos el cielo”. La vida aquí en la Tierra sería un tiempo para ir acumulando puntos y tener los suficientes en el momento de la muerte, para poder así exhibir nuestra cuenta corriente de obras buenas, cuyo saldo ameritaría la salvación eterna.



Simplifico y caricaturizo un poco, pero no mucho. De fondo, estaba la idea de que la salvación se ganaba con el esfuerzo personal, una especie de pelagianismo que el papa Francisco ha criticado varias veces.

“Devuélveme la alegría de tu salvación”, rezamos en el salmo 50. Sí, porque es Dios quien nos salva, y no en atención a nuestros méritos, sino simplemente porque Él quiere, o mejor, porque Él nos quiere.

En efecto, “Dios quiere que todos los hombres se salven…”, y ha enviado a su Hijo al mundo no para condenarlo sino para salvarlo.

Es Cristo quien, por su vida, muerte y resurrección, nos acerca ese gran regalo de un Dios que es Padre de todos y que quiere reunir a todos sus hijos alrededor de su mesa.

Así que para salvarse no es cuestión de hacer esto o aquello; la salvación está ya ganada de antemano: es un regalo que se nos concede y que, de nuestra parte, solo exige el aceptarlo.

Entonces, la lucha, el esfuerzo por hacer el bien y por evitar el mal, ¿no son necesarios? Claro que sí, pero no hacemos el bien y evitamos el mal “para salvarnos”, sino “porque estamos ya salvados”. Es decir, nos esforzamos por vivir aquello que ya somos.

¿Somos hijos de Dios? Pues vivamos como hijos suyos que somos.

¿Somos todos hermanos? Pues esforcémonos en vivir como tales.

¿Somos hijos de la luz y del día? Pues a intentar vivir iluminados por el Sol que nace de lo alto… y a luchar por no andar en las tinieblas de la muerte.

Por la gracia de Dios

¿Estamos salvados? ¡Sí!, por la gracia de Dios. Y una dimensión de nuestra vida cristiana consiste en experimentar la alegría de estar o de ser salvados. Por eso decimos con el salmista: “Devuélveme la alegría de la salvación”

Tenemos que pedir esa alegría, porque todos corremos el peligro de olvidar lo fundamental, lo que Dios ya ha hecho y sigue haciendo en y por nosotros. Si nos miramos a nosotros mismos y consideramos nuestro comportamiento, estamos perdidos. Pero si nos abandonamos en Dios y en su misericordia, ¡estamos salvados!

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