Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Enteramente tuya: Teresa


Compartir

Es conocida la anécdota –real o no– que cuentan de Teresa de Jesús y el retrato que le hizo Juan de la Miseria, teniendo ella 61 años. Al terminar, la Santa miró la obra y exclamó: “Dios te perdone, Fray Juan, que ya que me pintaste, podías haberme sacado menos fea y legañosa”. Dicen que Teresa nunca fue fea, pero su rostro cansado ya acumulaba ojeras y algunas verrugas poco favorecedoras. ¡Cómo me gusta que un pintor no dejara de plasmarlas! Porque así somos todos: buenos, bellos, verdaderos… y acumulando ojeras y verrugas. Y si, además, somos capaces de mirarnos con sentido del humor, mucho mejor.



Por eso también me gusta recordar ese otro “retrato” de palabra que nos dejó su primer biógrafo, el segoviano y jesuita Francisco Ribera:

“Era Teresa de Jesús de muy buena estatura; y en su mocedad hermosa, y aún después de vieja, parecía harto bien; el cuerpo abultado y muy blanco; el rostro redondo y lleno, de muy buen tamaño y proporción; la color blanca y encarnada, y, cuando estaba en oración, se le encendía y se ponía hermosísimo, todo él limpio y apacible (…) Los ojos negros y redondos, no grandes, pero muy bien puestos, y vivos y graciosos, que, en riéndose, se reían todos, y mostraban alegría, y, por otra parte, muy graves, cuando ella quería mostrar en el rostro gravedad (…) En la cara tenía tres lunares pequeños al lado izquierdo, que la daban mucha gracia; uno más abajo de la mitad de la nariz, otro entre la nariz y la boca, y el tercero, debajo de la boca. Toda junta parecía muy bien, y de buen aire en el andar, y era tan amable y apacible, que a todas las personas que la miraban, comúnmente aplacía mucho”.

No son frecuentes las semblanzas de santos con este tono: detallado, completo, delicado, realista, amable, humano. Que me disculpen los que conocen de verdad a Teresa si esto solo es impresión mía por la admiración que la Santa me despierta, pero diría que este modo de describirla, con tanta simplicidad como hondura, hace justicia al modo de vivir y orar que ella tuvo. Una mujer humana y muy humana, sin espiritualismos desencarnados; que más disgustos se llevó por mostrarse franca que por lo que en sí decía: “Me preguntaban algunas cosas; yo respondía con llaneza y descuido. Luego les parecía que los quería enseñar, y que me tenía por sabia (…) A ellos no los osaba yo contradecir, porque veía que era todo peor, que les parecía poca humildad” (V 28,17; 29,4).

La Trinidad nos habita

Una mujer que podía pasar por engreída y cabezona (y quizá algo de esto era) convencida del valor que toda persona tiene por ser criatura de Dios, porque la Trinidad nos habita: “Es cosa de grandísimo provecho entender esta verdad. Y como estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como mi alma, entendí: No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen” (CC 45, BAC).

¿Cómo podríamos ser cosa tan baja si Dios nos quiere y nos habita… y nos conoce? Quizá por eso insistía ella en la necesidad de conocernos con verdad y desconfiaba de quienes decían conocerse y no ver en ellos más que miseria: “No haga caso de unas humildades que hay, que les parece humildad no entender que el Señor les va dando dones. Entendamos bien, bien, como es de verdad, que nos los da Dios sin ningún merecimiento nuestro […] Creer que no somos capaces de grandes bienes, acobarda el ánimo […] ¿Cómo aprovechará y gastará con largueza el que no ve y entiende que es rico?” (V 10, 4-6).

Santa Teresa de Jesús

Y añade: “Algunas veces podrá ser humildad y virtud teneros por tan ruin, y otras será grandísima tentación. La humildad no inquieta ni desasosiega ni alborota el alma, por grande que sea; sino viene con paz y regalo y sosiego (…) Estotra pena [la que pone el demonio] todo lo turba, todo lo alborota, toda el alma revuelve, es muy penosa. Creo pretende el demonio que pensemos tenemos humildad, y si pudiese, de paso, que desconfiemos de Dios. Cuando así os halléis, apartad el pensamiento de vuestra miseria lo más que pudiereis, y ponedle en la misericordia de Dios y en lo que nos ama y padeció por nosotros” (CV 39,1-4).

Con esto me quedo esta vez al celebrar a la Santa de Ávila: una mujer que lo fue enteramente. Y porque enteramente se conoció (con belleza y verrugas a la vez), enteramente pudo darse. Y enteramente recibir al Dios que se la daba, pasando por toda clase de afrentas, dificultades y dudas, con anchura y alegría: Esto importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha: que no la arrincone ni apriete…, pues Dios le dio tan gran dignidad, no se estruje” (1M 2,8).

Lo dicho: no nos estrujemos, no estrujemos a nadie, no permitamos que otros lo intenten y menos en nombre de Dios.