Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

El deseo de poder y el germen de Herodes


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Últimamente, ver las noticias es un verdadero acto de resistencia, porque resulta demasiado sencillo perder la fe en la humanidad. La actualidad política tampoco ofrece un rostro mucho más halagüeño y comentarla daría para más de una entrada de blog. Una cosa que me resulta bastante evidente cuando miro a políticos de uno y otro signo es que el poder tiene un carácter tan seductor que parece transformar a quienes lo prueban. Resulta más adictivo que el fentanilo y, como sucede con cualquier adicción, no solo daña a quien lo sufre, sino también a quienes están cerca y, en este caso, de manera especial a aquellos a quienes se debería servir.



Cuando se corre el riesgo de perder esa dosis cotidiana de dominio y control sobre los demás, se despiertan los mecanismos más desesperados por mantener el propio espacio de poder, al coste que sea y dejando en los márgenes del camino a quienes haga falta con tal de mantener el puesto. Es lo que Mateo expresa en su evangelio de un modo psicológicamente muy fino cuando Herodes siente su trono amenazado ante el nacimiento de un bebé y ese temor a perder su posición de poder le lleva a una matanza absurda y desproporcionada (Mt 2,1-8.16-18).

Nuestra propia parcela de poder

Estas estrategias vitales, que vemos con facilidad en quienes mandan en política y en quienes quisieran hacerlo, nos acechan del mismo modo a cada uno de nosotros. Como un león rugiente, a todos nos ronda el deseo de poder, por más que, en contextos eclesiales, solemos bautizarlo como servicio y ser mucho más sutiles que en el ámbito político o empresarial. Con todo, los eufemismos esconden triquiñuelas que, con frecuencia, permanecen ocultas incluso para quienes las llevan adelante. Esta querencia a vivir el poder en beneficio propio y no en pro de los demás está incrustada en lo más profundo del comportamiento humano. Lo tenía muy claro Samuel cuando, al pedirle el pueblo un rey para que Israel fuera como las demás naciones, ya les advierte de cuál será su comportamiento y de qué manera va a aprovecharse de su cargo para beneficiarse a sí mismo (1Sam 8,11-14).

Aunque no seamos candidatos a gobernar una nación o no ostentemos ninguna responsabilidad objetiva sobre nadie, cada uno de nosotros portamos el germen de Herodes en nuestro interior, ese que nos hace capaces de desplegar toda nuestra creatividad e, incluso, toda la crueldad de la que somos capaces con tal de no perder ni un ápice de nuestra pequeña o gran parcela de poder. No importa si lo llamamos servicio, entrega a un proyecto o disponibilidad para el Reino. Si nos lleva a replegarnos, a actuar injustamente o a tomar decisiones que no benefician a todos, quizá estemos siendo para quienes nos rodean uno de esos “reyes” sobre los que alertaba el profeta Samuel.