Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Discernimiento: entre el espanto y la necesidad


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“Lo hemos discernido”. Es una frase casi mágica últimamente. Después de eso, no hay diálogo ni crítica posible. Ya está decidido. Con el discernimiento puede pasar como con el amor. Cuando amas a todos, corres el riesgo de no amar a nadie. Cuando todo se discierne, me temo que no estemos discerniendo casi nada.



Hablando del trigo y la cizaña decíamos que la criba última (escatológica) sólo le corresponde a Dios y no es tarea nuestra arrogarnos esta capacidad de arrancar malas yerbas para dejar el trigo. Cierto. Pero también decíamos que en el mientras tanto, el aquí y el ahora, nos toca a nosotros vivir, distinguir, elegir, tomar decisiones. Discernir.

Vivir en actitud de discernimiento es una actitud, como su nombre indica. Es decir, no se juega ni se gana en un momento puntual. Es un estilo, un modo, y eso solo se logra cuando se va repitiendo poco a poco, como un hábito cotidiano. Las personas que han cultivado una actitud humilde no suelen decir en momentos puntuales: “voy a ser humilde y por eso te digo que…”. Las personas que han cultivado la escucha como actitud de vida no suelen decir: “Habla, que voy a escucharte”. Y así con tantas actitudes vitales que implican una elección de ese valor y un ejercitarse continuo. 

Pues bien, no sé si os pasa a vosotros, pero yo últimamente oigo con tanta frecuencia esto de “hemos discernido… voy a discernir…”, que me asusta. Incluso confieso que me espanta.

Espacio al silencio interior

No hablo de esas personas que sopesan la vida y no responden de inmediato sino que confrontan puntos de vista, no se quedan con la primera información, aunque venga de una autoridad o de un amigo, ven pros y contras, hacen espacio al silencio interior, saben nombrar lo que sientan y piensan (y lo distinguen), toman decisiones, no se casan con nadie. Ni me refiero a los que saben que todo no tiene el mismo peso ni la misma trascendencia y que solo Dios es Dios y que nuestra palabra siendo imprescindible, solo es relativa y penúltima.

Lo que me espanta son aquellos que igual dicen “discernir” cuando están decidiendo la vida de una persona (cambios o destinos, por ejemplo,) como el color de los muebles de la sala o si mañana nos levantamos un poco más tarde. Y no, todo no puede ser objeto de discernimiento. Porque solo discernimos -dice san Ignacio- entre dos cosas buenas para elegir la mejor según Dios. Entre lo bueno y lo malo no se discierne; ¡se elige lo bueno y basta! Y lo que puede y debe decidirse con sentido común, ¡no hay que discernirlo! ¿Unirse a campañas de difamación de personas o confrontar la información con el interesado? ¿ser justo en el salario que pago o ganar yo más dinero? ¿ponerme mascarilla en la calle o desentenderme para estar mas cómoda? ¿acompañar a un enfermo o llegar puntual a vísperas?

Porque discernimos para descifrar el lenguaje del buen Dios y su Espíritu y así desechar otros “soplos” que no vienen de Él aunque lo revistamos de sacra religiosidad. Discernimos para conocer el querer de Dios y el mío sobre algo en lo que “andamos” juntos. De manera que mi querer y el suyo vayan generando cada vez más vida de la buena. No discernimos para probar quien tiene más razón entre nosotras; no discernimos para saber cómo le irá mejor a una institución o que es más beneficioso para una persona, sino a qué nos está invitando Dios en este momento.

Ojalá la próxima vez que vayamos a decidir si cocinamos carne o pescado o cómo vamos a descansar el domingo, no comencemos diciendo: “Hemos discernido…”. Igual ganamos en libertad y en normalidad o sencillez humana, que suele ser bastante afín al buen Espíritu de Dios, según dicen los que saben de esto.