En la última entrega de este blog, y a propósito de la oleada de primarias que estamos viviendo en el PSOE, hablaba de las elecciones en la Biblia. Resumiendo, en el Antiguo Testamento, básicamente es Dios quien elige. Lo hace con reyes y profetas (no con sacerdotes, porque estos discurren por la vía familiar, es decir, por “herencia”), incluso con jueces.
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En el Nuevo Testamento, en cambio, antes de llegar a la instancia divina, representada en el “echar a suertes” (recuérdese el caso de Matías en Hch 1,26, para completar el número de los Doce), se deja una cierta iniciativa a los seres humanos: junto a Matías los “hermanos”, es decir, la pequeña comunidad de Jerusalén (los Once, algunas mujeres y María y otros discípulos: unas ciento vente personas [v. 15]), “propuso” también a otro candidato: Barsabá. Ambos debían cumplir unos requisitos: “Es necesario, por tanto, que uno de los que nos acompañaron todo el tiempo en que convivió con nosotros el Señor Jesús, comenzando en el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue quitado y llevado al cielo, se asocie a nosotros como testigo de su resurrección” (1,21-22), dice Pedro.
Otro caso es el de los llamados “siete diáconos”. El capítulo 6 del libro de los Hechos se inicia con un conflicto en la comunidad jerosolimitana. Al parecer, las viudas del grupo de los cristianos de origen gentil, que provenían del judaísmo de la diáspora y eran de lengua griega, se sentían relegadas en el servicio diario (alimento y otras necesidades) con respecto a las de los cristianos procedentes del judaísmo palestinense, de lengua hebrea o aramea. Ante ese problema, los Doce (que al parecer constituyen en los primeros tiempos de la Iglesia en Jerusalén y Judea la instancia última de decisión) deciden crear un comité que se encargue del problema; de esa manera, ellos –los Doce– seguirían entregados a la palabra de Dios mientras que este comité se ocuparía del “servicio de las mesas”.
Escoger a siete hombres
En concreto, lo que los Doce dicen a la asamblea de los discípulos es que escoja “a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría” (6,3) para que se encarguen de la tarea. Los siete elegidos pertenecían todos al grupo de los helenistas; al menos eso parecen indicar sus nombres, todos griegos: Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás. Una vez escogidos por la comunidad, los siete candidatos fueron presentados a los Doce apóstoles, quienes les impusieron las manos orando, como señal de ratificación en el cargo.
La moraleja de la historia es que, sin dejar de lado la vocación divina, los cargos en la Iglesia pueden elegirse por procedimientos que se acercan al estilo democrático, sin que por ello la Iglesia tenga que convertirse en una democracia, porque ni lo es ni tiene por qué serlo.