Hace poco, y después de haberme hecho muchas preguntas sobre nuestra vida en el monasterio, Anna exclamó: “¡Yo no lo llamaría clausura, sino comunidad!”. Con su luminosa intuición, esta joven de 22 años supo resumir lo que pudo vivir con nosotras durante una jornada. “Lo has entendido: nuestra vida es justamente esto, ¡comunidad!”, exclamé.
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Cuando hace veinticinco años aparecí en el umbral de la vida contemplativa, tímidamente y por casualidad, cambié el nombre a esta realidad. Porque percibía la clausura como una verdadera “apertura” a partir de los gestos, la mirada y la forma de pensar de las religiosas que había conocido. Todas iban más allá de los confines del monasterio para abrazar el mundo de una manera inesperada y creativa. ¡Tan real y tan viva! Quedé impresionada. Fascinada. ¡No eran personas inadaptadas o anticuadas! Frente a mí había mujeres reales.
Desde mi mentalidad curiosa e inquieta, esto no era poca cosa. Podría haber encontrado mujeres ascéticas y espirituales, pero demasiado “etéreas”, demasiado alejadas de mi mundo y muy diferentes. En cambio, descubrí con gozosa sorpresa que ellas en el pasado habían experimentado situaciones similares a la mía. Habían “probado” la vida ordinaria de la gente corriente y la encontraban excitante, maravillosa y atractiva.
Habían optado en cierto momento por dejar los caminos deseables en favor de un camino que percibían como más atractivo. Se habían dejado encontrar por el infinito y lo habían abrazado. No estaban satisfechas con lo que ya habían encontrado y comprendieron que su plenitud estaba en otra parte donde había que ir. Esta elección había echado raíces y florecido en ellas.
Estas mujeres, tan reales y tan vivas, habían ido contra la corriente. ¡Eran personas normales! No es difícil pensar en ellas como esposas y madres. Eran capaces de emocionarse, de jugar, de reír y llorar. Conocían el mundo mejor que yo. Pero tenían una ventaja. Me di cuenta en esos cinco días en los que vine al monasterio para un retiro para jóvenes y durante los cuales compartí su vida, un espacio interior inmenso y abierto.
La palabra “clausura” tomó para mí otro significado. Era sinónimo de libertad, de lugar vital de intimidad con Dios y de aceptación mutua entre las personas. Era un espacio en el que escuchar la Palabra para dejarnos guiar por su luz en el día a día de la existencia. Era el camino por el que discurrían mis sueños gracias a la inmensa creatividad de Dios.
Locas atrevidas
Y así, a los veintisiete años, me lancé a la aventura con un “tal” Señor que, desde la Cruz, me había comunicado su amor silencioso, tangible e ilimitado por cada criatura. Su infinita ternura. Su mirada me había capturado y yo no podía olvidarlo. Me había seducido su gentileza. Y quería vivir como estas mujeres consideradas locas por el mundo, pero tan atrevidas, tan modernas y tan vitales a mis ojos.
Era el año 2001 cuando pasé por la puerta del monasterio dominico de Santa María della Neve, en Pratovecchio. Llevé a todos dentro, con el deseo de entrar junto con todos en el corazón de Dios. La vida contemplativa al principio parece separarse de los afectos, pero en realidad une más profundamente a Dios y a todos sus hijos, a cada mujer y cada hombre de la tierra. Empezando por los seres queridos. Y a cada árbol, a cada flor, al cielo azul, a los ríos, al viento, a las ramas, a las hojas, a las mariposas y a las estrellas. A toda la creación.
Célula del corazón
En aquella época todavía existía la famosa reja de hierro que separaba a las visitas de las hermanas. En cambio, el monasterio es una imagen viva de esa “célula del corazón” de la que habla santa Catalina de Siena en sus escritos, un lugar de meditación con el Señor que toda persona debe cuidar. La religiosa necesita un espacio interior de libertad e intimidad con Dios, como toda auténtica novia. El verdadero cercamiento, dice Catalina, es “el costado de Cristo” (cf. Carta 75). Este es el gran espacio en el que se refugia la contemplativa. De allí atrae ese amor sin límites que no la cierra a los demás, sino que la convierte en un auténtico canal de vida y de gracia para todos. Un instrumento de la ternura de Dios a través de la oración.
Las monjas de Pratovecchio ya estaban experimentando “un acercamiento” a las historias de todos. Dios es un amante de la vida. La contemplativa dominica, en el corazón de la Orden y de la Iglesia, intercede por todos. Apoya la evangelización con su oración. No hemos entrado al monasterio solo para rezar. Más bien, “que habitéis unánimes en la casa y tengáis una sola alma y un solo corazón en camino hacia Dios. Este es el motivo por el que, deseosos de unidad, os habéis congregado”. (Regla de San Agustín I, 3).
Escucharnos unas a otras
La comunión de vida es para nosotras una verdadera forma de objeción de conciencia contra las guerras y divisiones que hieren la historia. Intentamos vivir entre nosotras lo que soñamos para el mundo. Y nuestros pequeños gestos de mutua aceptación y amor se convierten en oración viva, intercesión continua y participación activa en la laboriosa consecución de la paz entre los pueblos. Las decisiones importantes las tomamos juntas en el capítulo, que es la asamblea de las monjas profesas solemnes de la comunidad.
Este es el lugar vital donde tenemos una experiencia auténtica del Espíritu Santo. Aquí cada hermana se expresa en libertad, porque en cada una Dios coloca un rayo de su luz. Solo juntas, y con la aportación de cada uno, podremos conocer Su plan para nosotras. En el esfuerzo por escucharnos unas a otras, el Espíritu nos visita y nos sorprende, abriéndonos a perspectivas y a opciones sorprendentes. Es el camino de Dios, que va más allá de cada hermana, pero en el que cada una se encuentra finalmente. Porque “en su voluntad está nuestra paz”. (Paraíso III, 85).
Esta espiritualidad sinodal que nos transmitió Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores, ya en el siglo XIII, es muy actual. No siempre es un desafío fácil y a menudo requiere mucho tiempo. Pero es una experiencia de Dios, de su presencia entre nosotros.
Sin barreras ni rejas
Mujeres de diferentes edades, orígenes, naturalezas y culturas, un día empezamos a soñar juntas con un espacio más adecuado para vivir la vida monástica en nuestro tiempo. Dejamos un antiguo monasterio en el centro de la ciudad, para construir un edificio que pudiera abrirse a lo nuevo, a la vida y a las personas, combinando sencillez, practicidad y belleza. Una estructura sin barreras arquitectónicas donde cada hermana, de cualquier edad y en cualquier condición física, pudiera seguir a la comunidad en todos los momentos y lugares de la vida cotidiana.
Un lugar inmerso en la naturaleza, cuyo claustro no estaba cerrado, sino que abrazaba el horizonte porque la vida monástica nos hace hermanas de todos. Un monasterio sin rejas para poner en el centro la comunión, la hospitalidad y el ser Iglesia. Y así el Señor nos hizo “casa” donde se reúne la gente. Y, en el desafío diario de la diversidad, aprenden a respetarse y a convivir para acogernos y amarnos unos a otros.
*Artículo original publicado en el número de febrero de 2024 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva
