Ayer, 31 de julio, León XIV nos ofreció el gesto más significativo en los primeros meses de su pontificado: aprobar oficialmente la proclamación de John Henry Newman (1801-1890) como doctor de la Iglesia. Será el 38º maestro en la fe que goce de este especial reconocimiento.
Además, refleja cómo Robert Francis Prevost, al adoptar el nombre pontificio de León XIV, sigue la senda de León XIII, papa entre 1878 y 1903 y quien marcó un antes y un después el 15 de mayo de 1891 cuando publicó la encíclica ‘Rerum novarum’, con la que se iniciaba la Doctrina Social de la Iglesia.
Pero Vincenzo Gioacchino Pecci también fue el sucesor de Pedro que dio otro paso ciertamente audaz: crear cardenal a Newman, intelectual converso del anglicanismo que era reconocido por todos como uno de los grandes faros espirituales y humanistas del siglo XIX.
La Iglesia siempre le ha valorado como uno de sus gigantes. Hasta el punto de que Benedicto XVI le beatificó en Londres en 2010 y Francisco le canonizó en Roma en 2019. De hecho, como ha podido confirmar Vida Nueva, Bergoglio siempre le reconoció, hasta el punto de que ya había dado su aprobado a que fuera reconocido doctor tras tener en cuenta que se lo habían solicitado múltiples conferencias episcopales de todo el mundo, incluida la española. Tras no poder concretarlo por su fallecimiento, León XIV ha querido ratificar este doctorado.
Muestra de este consenso en torno a la figura del cardenal Newman es que, si aceptamos que un intelectual es un buscador sin fin de la verdad, él fue un caminante infatigable. Auténtico y fiel, sobre todo a sí mismo.
Ese peregrinaje le llevó a convertirse al catolicismo en 1845, tras dos décadas de pastor anglicano. Su lucha silenciosa la plasmó en todo tipo de ensayos críticos e históricos, un amplio conjunto de escritos en los que aborda un sinfín de temáticas, tan propias de sus días como los que marcan la hora actual.
Especialmente significativo resulta acudir a las reflexiones que plasmó en su época anglicana, percibiéndose ya con nitidez cómo Newman establecía un diálogo de fe inquieta con el que pretendía mostrar las raíces auténticas de la Iglesia de Inglaterra, que situaba directamente en los Apóstoles y no en una decisión política como la que tomó Enrique VIII con su cisma de Roma para divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena.
Su propio camino de crecimiento espiritual, entroncado en un debate íntimo, fue el que finalmente le llevaría a ingresar en la Iglesia de Roma, donde León XIII, a sus 78 años, le acabaría reconociendo con el cardenalato. De haber llegado a entrar en un cónclave, por cierto, muchos contemporáneos soñaban con él como sucesor de Pedro.
Pero, si queremos conocer hasta qué punto fue propio de gigantes el combate interior de Newman, lo mejor es acudir a su ensayo ‘La catolicidad de la Iglesia anglicana’ y leer el siguiente párrafo: “Aquí, cada uno de los contendientes cuenta con algún argumento a favor; el nuestro es el del pasado, mientras que el de los católicos romanos es el del presente. No obstante, se explique como se explique, es un hecho que Roma ha añadido cosas al Credo; y es un hecho, se justifique como se justifique, que nosotros nos hemos apartado del conjunto de la cristiandad en el mundo. (…) Si existe hoy una Iglesia de naturaleza y oficio iguales a los de la antigua Iglesia y semejante a ella en profecía, es la comunión romana y, por tanto, solo ella”.
Que esto lo enunciara un pastor entonces anglicano, ya ofrece una idea de su honesta intención de establecer un diálogo verdadero, sopesando minuciosamente pros y contras. Hasta el punto de cambiar de opinión él mismo…
Con todo, el auténtico Newman, más allá del intelectual ciclópeo, está en sus ‘Sermones parroquiales’. Aquí vemos con toda su pureza a un sencillo pastor, todavía anglicano, que muestra a sus fieles la misma fuerza de sus convicciones, pero con un estilo si cabe más dulce, bello y apasionado, capaz de tocar el intelecto y los corazones de los más sencillos.