Alicia de Larrocha da la nota: “¡Hoy creo en Dios!”

Contaba la propia Alicia de Larrocha (1923-2009) que tener unas manos pequeñas no le suponía un inconveniente a la hora de tocar el piano; sí, en cambio, tener los brazos cortos. Cualquiera lo diría. Imaginamos a aquella niña de poco más de 2 años que, con desparpajo, sin el menor rubor y desde el alma, le tiraba del pantalón al maestro Frank Marshall, discípulo de Granados, para pedirle que le enseñara a tocar después de haber escuchado el concierto de los hermanos Corma.



Ella le pidió tocar y él le pidió calma. Lo tenía claro desde la cuna. Lo llevaba dentro y es lo que deseaba hacer con todas sus fuerzas. De niña disfrutaba con los juegos y la música de Beethoven. Y alguna de sus rabietas fue histórica, recuerdan en familia, cuando cerraban la tapa del piano porque se había portado mal. Para ella era un castigo, como privarla de lo más querido. Tenía 3 años, sí. A los 5, ya se manejaba con una soltura inusual. Tenía la niña Alicia oído absoluto. Y una pasta que la hacía ser diferente, pero nunca creerse distinta. Fue la antidiva.

No presumió con el paso del tiempo de ser una de las más grandes pianistas del último siglo, pequeña solo en estatura e inmensa sobre el escenario. “Yo era una niña absolutamente normal, pero prefería convivir entre mayores a compartir los juegos con niños de mi edad. Mi juego predilecto era pasarme al piano improvisando, garabateando los libros de música y rompiendo las teclas del piano. El hecho de que me privaran de lo que yo tanto anhelaba y era más querido por mí, creo que fue lo que afianzó y acrecentó mi vocación musical. ¡El piano lo era todo para mí! El mayor castigo que me aplicaba mi tía cuando no me comportaba demasiado bien era cerrarme el piano”, recoge Mònica Pagès Santacana en el libro ‘Alicia de Larrocha. Notas para un genio’ (Alba Editorial, 2016)

Un camino marcado

La joven Alicia ofreció su primer concierto en Madrid a la edad de 12 años. A esas alturas, nadie dudaba en la familia que el camino de la cría estaba trazado. De que iba a llegar mucho más lejos que su madre Teresa y su tía Carolina, a la que cariñosamente llamaba la “Nina mona”, profesoras ambas de piano en la Academia Granados-Marshall, a las que escuchaba interpretar y cuyas piezas memorizaba. Y de las que aprendía. Precisamente es Carolina quien le escribe una preciosa carta en la que trata de explicarle “por qué es música”. Enumera sus primeros pasos, y destaca su talento, sus aptitudes prodigiosas.

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