Héctor Abad Faciolince, retrato de un sacerdote por un escritor “descreído”

“El fervor es una buena cosa –admite Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958)–. Uno debe sentir fervor por el oficio que ha escogido y yo escribo fervorosamente mis libros. Escribir, en cierto sentido, es mi manera de rezar”. El gran novelista colombiano ha escrito una fervorosa novela –Salvo mi corazón, todo está bien (Alfaguara)– llena de agradecimientos.



El primero está contenido en la dedicatoria, aunque cabalga a lo largo de todas las páginas del libro: “A Cecilia Faciolince, con el amor de un hijo descreído a su madre creyente”. Así es. “Mi mamá era muy religiosa. Había quedado huérfana de padre a los cinco años y la criaron, además de su madre, dos tíos sacerdotes, tío Joaquín y tío Luis. Ellos dos fueron las figuras paternas de su vida, y fueron dos personas muy buenas, generosas y afectuosas con ella”.

Héctor Abad Faciolince describe a su madre como “una mujer al mismo tiempo creyente, tolerante, de mente abierta y nada dogmática”. Aunque añade: “Sufría bastante con mi descreimiento, y durante la pandemia su estado de salud se deterioró bastante, como ocurrió con muchos viejos por el confinamiento y la soledad. Ella tenía 94 años y le gustaba mucho salir, ver a sus hijos, visitar a mucha gente, ir al mercado, dar regalos, estar en la calle. Yo pensé que, si escribía un libro sobre dos sacerdotes buenos, que no fueran los habituales de los libros recientes, casi siempre pederastas o perversos, podía alegrarse mucho. Desgraciadamente se nos murió el año pasado, antes de que yo terminara la novela. De todos modos, la escribí para ella”.

Dos sacerdotes buenos

Esos “dos sacerdotes buenos” y protagonistas de Salvo mi corazón, todo está bien encierran el segundo de los agradecimientos. Porque esta novela es, ante todo, un homenaje a Luis Alberto Álvarez Córdoba, sacerdote colombiano “que dejó un gran recuerdo en todos los que tuvimos la fortuna de conocerlo”, admite el escritor. En la ficción le llama Luis Córdoba, ‘El Gordo’.

Y todo es admiración: “En sus clases, en sus programas radiales, en sus escritos, y también en la vida cotidiana era una persona muy vital, de mucha alegría, muy inteligente, informado, culto, de mente abierta. Su memoria seguía viva en los amigos que lo conocieron, y de algún modo este libro está escrito con la memoria de ellos, que es una memoria de la amistad –describe–. La mayoría de las anécdotas que cuento en la novela me fueron relatadas por amigos, familiares o en general personas allegadas a él. Cuando alguien no desaparece fácilmente de la memoria, cuando se convierte en una presencia en la vida de muchos, uno se da cuenta de que alguien así merece que su historia sea contada”.

Esos testimonios –o casi todos– los reúne en un secundario, el narrador de la novela, a quien ha llamado Aurelio Sánchez, es decir: Lelo-Cura. “Aunque Aurelio no es exactamente una persona real, también está modelado sobre la base de algunos sacerdotes que me dieron testimonios sobre su vida privada y la vida de Luis Alberto Álvarez. Creo que, al ser un cura distinto a Luis, en muchos aspectos, enriquece también la complejidad necesaria que debe tener una novela”.

Una huella redentora

El relato extraordinario de Abad Faciolince concentra la mirada en el “cura epicúreo” que le deslumbró en su juventud: “Ejerció su influjo sobre nosotros en los años más turbios y violentos de Medellín, los 80 y 90 –reconoce acerca de Luis Alberto Álvarez–. Mientras la ciudad se disolvía en narcotráfico, en corrupción, en asesinatos, en la grosería del dinero fácil, de guerrilleros, paramilitares y delincuentes de todo tipo, él insistía en que lo que haría mejor nuestras vidas sería la belleza, la cultura, la lectura. Fue así como nos dio herramientas para vivir una vida más plena y mejor. Muchos de sus amigos y discípulos están hoy entre los directores de cine más importantes, o violinistas, críticos de música, directores de orquesta, escritores… Su huella ha sido muy importante para la redención de una ciudad que parecía desmoronarse”.

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