Sor María y sor Consuelo, las monjas del volcán de La Palma

Sor María y sor Consuelo viven juntas en la isla de La Palma, en un convento en los Llanos de Aridane. Un volcán en erupción ruge desde hace dos semanas a la espalda de estas monjas guatemaltecas, integradas en la sociedad insular como religiosas de la Congregación Marta y María. “Se escucha demasiado fuerte y, a veces, una tiene la impresión de que fuera a estallar”, cuenta la más joven de las dos, Consuelo, de 20 años. “Para mucha gente que ve esto de lejos impresiona, para los que lo sienten en carne propia es un desastre y una tristeza”, valora sobre lo que sucede a ocho kilómetros de ella, algo contra lo que “el ser humano no puede hacer nada”.



Criadas en Jalapa, la misma ciudad donde el obispo Miguel Ángel García Arauz y la madre Lutilia Carrera fundaron la congregación en 1979, en la isla realizan labores de catequesis, de visita a los enfermos, de ayuda en la parroquia de Nuestra Señora de los Remedios. La misma misión que lleva a cabo la orden desde que aterrizara en La Palma en 2002, instalado el convento en una casa reformada por los vecinos que antes sirvió como escuela. Un nuevo capítulo para una congregación que desde Guatemala exporta 700 monjas y mucho bien a 13 países diferentes: de Estados Unidos a Lituania, de Honduras a Venezuela, de Cuba a España.

El día después

Muy cerca del número 31 de la calle Fernández Taño, donde viven, está el principal polideportivo del pueblo, ahora un campamento improvisado donde se atienden y pernoctan los damnificados por la colada de una lava que todo lo engulle. “Lo que más comenta la gente es que ahora sobra ayuda, que no falta ropa ni comida, pero el problema es lo que pase después”, cuenta sor María, de 53 años de edad, los 37 últimos de servicio a la congregación nacida en Guatemala.

Es la suya una biografía marcada por una niñez dolorosa pero cicatrizada gracias a su fe. Huérfana desde los ocho años, comenzó a cultivar la tierra con su tío durante 12 horas al día, entre campos de maíz, frijoles, lechugas y repollos. Ahora vive esas reminiscencias con Ignacio, un hombre mayor, cubano, arraigado en La Palma, al que las monjas dejan que trabaje el pequeño huerto del jardín cuyos frutos vende en el mercado municipal. A la muerte de su tío, pasó a vivir con su hermana, cuidando de sus siete sobrinos y atendiendo a los capataces de su cuñado hasta que ingresó en la orden.

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