El día que Emilia Pardo Bazán buscó la venia del Vaticano

En Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1851-Madrid, 1921) es posible ver el retrato de “una de las grandes escritoras de ficción del siglo XIX europeo, además de sobresaliente periodista, crítica e historiadora de la literatura, traductora, comentarista política y autora teatral”, como la define Isabel Burdiel. Indudablemente, fue también una “feminista convencida” y avanzada a su tiempo.



Pero el centenario de La inevitable –como la llamaba irónicamente Juan Valera– ha esquivado su catolicismo ferviente o, si acaso, lo ha presentado como una contradicción, casi como una anomalía. Nada nuevo. Ya dos contemporáneos, amigos suyos, como Leopoldo Alas ‘Clarín’ y Francisco Giner de los Ríos, pensaban que “el elemento religioso de la Pardo Bazán es pura escenografía a lo Chateaubriand, decorativa exterioridad más que sentida aproximación a lo trascendental”. No estaban en lo cierto.

El retrato de Pardo Bazán debe ser también dibujado, sin duda, desde una honda fe. ¿Cómo era exactamente su catolicismo? La historiadora María Rosa Saurín de la Iglesia la define como adalid de la “modernización religiosa”, aunque con prevenciones.

“Si algo de eso se trasluce en su narrativa, es más bien de soslayo y como si con tal retraimiento la escritora quisiese insinuar que su condición de hija fiel de la Iglesia pesaba más que su espíritu crítico hacia la reverenciada institución –describe–. Contribuye a confirmar esta sensación la constante tendencia de Pardo Bazán a exteriorizar fidelidad a ultranza a los dictados de la autoridad religiosa. Pero, aun así, no faltan en otros escritos señales explícitas de una indudable atracción hacia el modernismo”.

“Ni beata ni supersticiosa”

Burdiel la encaja más sencillamente: “Era católica, como la gran mayoría de españoles de la época, y la religión era para ella importante como una manera de orientarse espiritualmente, pero no fue nunca ni beata ni supersticiosa”. Su modernidad traslucía en su literatura con críticas al clero rural gallego y a los que llamaba “clérigos trabucaires”, rechazándolos por “empedernidos integristas”, como destaca Saurín de la Iglesia.

Frente a ellos está, por ejemplo, el don Julián de ‘Los pazos de Ulloa’, personaje que simboliza en su novela cumbre la religión y la pedagogía “como fuerza civilizadora frente a la irracional naturaleza humana”, como proclamaba y reivindicaba el papel de la religión.

Ejemplo singular de la forma que Pardo Bazán tenía de exteriorizar a ultranza su fidelidad a la Iglesia lo propició la edición de ‘La cuestión palpitante’ (1883), libro en el que recogió una serie de artículos publicados en el periódico La Época, con el naturalismo de Émile Zola de fondo. “El naturalismo sonaba a cosa escandalosa, pero más escandaloso era que de ese tema se atreviera a hablar una mujer”, dice Ana María Freire López, catedrática de Literatura Española de la UNED.

Atribulado por la sociedad coruñesa, su marido, José Quiroga, le exige que lo retire. “Le pide que se retracte porque le reprocha que ella no puede organizar un escándalo de este calibre, que el libro atenta contra la ortodoxia católica, y es cuando ella dice que no, que eso no. Entonces, pide una audiencia en el Vaticano, pide que examinen La cuestión palpitante y, efectivamente, le dicen que allí no hay nada que contradiga la fe católica”, revela Freire. “Al parecer, luego comentó –añade– que ‘menos mal que el cardenal no era español’”.

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