Religiosas y ‘mártires’ del coronavirus

La hermana Anna Agnese Rusconi fue designada con el distintivo de Cavaliere della Repubblica por el presidente italiano Carlo Azeglio Ciampi. Ella, a sus ochenta años, seguía en Perú como misionera. Se marchó a Lima después de la Segunda Guerra Mundial siguiendo los pasos de dos tías suyas que eran monjas. Originaria de Valmadrera (Lecco), en 2006 regresó a Italia, a la casa de su congregación, donde murió el 4 de mayo de 2020. Tenía 98 años.



Rosalba Sacchi fue directora de Cáritas durante 13 años, de 1997 a 2010. Fundó la Casa Thevenin, que acoge y apoya a madres y a menores en situación de dificultad. La llamaban “la hormiguita de Dios”, por su cuerpo menudo y su labor incesante en beneficio de los últimos. Murió el 30 de diciembre de 2020 en Roma, en el hogar de las Hijas de la Caridad. Tenía 84 años.

La hermana María Armida Simioni era enfermera y una de las fundadoras del Departamento de Medicina de la Mujer del Nuevo Hospital de San Valentino en Montebelluna. Fue también jefa de enfermería del hospital de Correggio, donde conoció al cantante Ligabue, con quien entabló amistad. Amaba el fútbol y la Fórmula 1, la Juve de Platini y la Ferrari de Alboreto. Murió en Villa Salus, la casa de reposo de las hermanas de Mestre. Tenía 80 años.

Rosanna Bachis nació en Siliqua, en la provincia de Cagliari, donde ingresó en las Esclavas de la Sagrada Familia a edad muy temprana. En 1993, cuando la parroquia de Santa Maria della Pietà decidió abrir un centro para ancianos y confiarlo a su congregación, Rosanna fue enviada a Prato. Ha dedicado su vida al cuidado de las personas mayores. 28 años, incluido este último y durísimo año de pandemia. El virus se la llevó este 7 de febrero en La Melagrana de Narnali. Tenía 82 años.

Vida compartida

Es justo reconocer que las religiosas que han fallecido por coronavirus eran mujeres mayores, con patologías previas y más vulnerables a los efectos de la enfermedad. Pero hay otra circunstancia que explica su alta mortalidad. Algo que, como escribió Francesco Ognibene en Avvenire, resulta conmovedor: la fidelidad al carisma comunitario, que hizo que sus vidas estuvieran unidas a las de sus hermanas permaneciendo siempre juntas.

Porque la misión se completa a través de una vida compartida, una fuerza que se ha transformado en la causa del contagio ya que, en la mayoría de los casos cuando el coronavirus entraba en una comunidad se extendía rápidamente a todos sus miembros.

Solo en Italia, hay decenas de casos conocidos y algunos han sido especialmente graves. Entre 2020 y 2021, en Cervia, en la zona de Ravenna, se contagiaron las 45 residentes de la casa de la congregación de las Hermanas de la Caridad. Diez de ellas, de entre 80 y 93 años, murieron. El 2 de febrero, Jornada de la Vida Consagrada, el arzobispo Lorenzo Ghizzoni las recordó con una ceremonia en la catedral: a Jacinta, a Egidia, a Miradio, a Eugenia Pía, a Emilia, a Damiana, a María Gregoria, a Ángela, a Elena y a María Tecla.

En octubre fallecieron 13 religiosas de la casa Padre Francesco Pianzola en Mortara. Eran conocidas por su compromiso con las trabajadoras rurales de Lomellina. Para ellas, el padre Pianzola fundó en 1919 el Instituto de las Misioneras de la Inmaculada donde desde 1950 ayudaban a las mujeres campesinas que sufrían la explotación en los campos de arroz.

Una lista dramática

En Lombardía se vivieron los meses más crudos de la pandemia, también en sus conventos. La lista es dramática: trece Hermanas de los Pobres del Instituto Palazzolo de Bérgamo; ocho misioneras Combonianas de Bérgamo; siete religiosas de la Santa Casa de Nazaret en Botticino, en la zona de Brescia; siete dominicas de Beata Imelda en Bolonia, monjas de clausura de más de ochenta años, atacadas por el virus en la casa de la comunidad en Villa Pace; seis Orioninas de Tortona; seis Maestre de Santa Dorotea en Castell’Arquato, Piacentino; cinco Hijas de la Sabiduría en San Remo; y dos Adoratrices del Santísimo Sacramento en Rivolta d’Adda, en Cremona.

Alessandra Tribbiani fue madre superiora de las Hermanas Enfermeras de la Addolorata de Como y directora general y presidenta del consejo administrativo del Hospital Valduce. Con ella murieron otras cuatro hermanas: Matilde Marangoni, Egidia Gusmeroli, Antonietta Sironi y Crocifissa Bordin, todas víctimas de la batalla contra el coronavirus.

El luto se extiende por todo el país. Ha llegado hasta la Casa de San Bernardino de las Hermanas Franciscanas de María di Porano, en la provincia de Terni. Sor Paola, la madre superiora de setenta años, ha visto morir a varias hermanas ancianas, hasta a cuatro a la vez, por falta de aire. Eran tres religiosas de noventa años y una de 103. La superiora ha visto el terror al contagio en los ojos de las demás.

En esos días llegaron muchas muestras de apoyo hasta el convento de Porano, donde se aislaron 39 religiosas, incluidos los regalos de parte del Papa que llevó el limosnero, el cardenal Konrad Krajewski. En la segunda ola de la pandemia, perecieron cuatro hermanas del convento de Cristo Rey de Eboli, en Salerno: la menor, Sor Anna, tenía 70 años y la mayor, Sor Gabriella, 93.

También lloran a tres Ursulinas del Castillo de Capriolo, en la zona de Brescia: la primera que murió fue Lina Guiducci, de 90 años, cocinera del convento. Era muy conocida en la ciudad, sobre todo, entre los mayores de cuarenta que de niños fueron cuidados en la guardería por las monjas del Castello. A continuación, fallecieron Santina, de 93 años, y Marcellina, de 88.

Hacía tiempo que no salían las tres Hermanas de la Caridad de Arpino, a las que el virus sorprendió en casa. Vivían en el Instituto San Vicente de Paúl: Lidia, Franca y Maria Grazia, tenían más de 90 años y arrastraban achaques en los que el coronavirus se apoyó para matarlas. En esta localidad, el convento tenía una escuela y estas hermanas fueron las maestras de muchos. En Ariano Irpino recuerdan con cariño a sor Emilia Scaperrotta del Instituto del Conservatorio de las Hermanas de San Francisco Javier. Fue directora del colegio y superiora de la casa madre.

La pandemia, se ha cobrado la vida de la hermana Magdalena del Sagrado Corazón de Jesús, carmelita del monasterio de Santo Stefano degli Ulivi en Ravenna. Y de la hermana Pina Leuzzi de las Hermanas Marcelinas que dirigen el hospital Panico en Tricase, Lecce.

Un alto precio

El mundo ha pagado y sigue pagando un alto precio en esta pandemia. En Estados Unidos, murieron por COVID en diciembre 8 miembros de Notre Dame de Elm Grove, en Milwaukee, Wisconsin. Eran educadoras, profesoras de música, enfermeras y misioneras, casi todas mayores de 90. Otras nueve murieron en la casa provincial de San José en Lathan, en el estado de Nueva York.

En julio murieron 13 en el convento de San Felice en Livonia, en Michigan. Tenían entre 69 y 92 años y algunas estaban en activo. Eran profesoras, bibliotecarias, maestras, enfermeras y misioneras. Una incluso había servido en el Vaticano. “La infección se propagó como un incendio forestal”, comentó Mary Andrew Budinski, la madre superiora.

La más joven en morir fue Johana Rivera Ramos, víctima del coronavirus con tan solo 33 años. Murió en Cartagena, en Colombia. La otra cara de la moneda es la hermana André Randon, de Toulon, en Provenza. Es la mujer más anciana de Europa y derrotó al coronavirus con 117 años de edad. Su curación fue celebrada en el mundo entero como un signo de esperanza, desde el director de la OMS Hans Kluge, hasta las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, la congregación femenina más numerosa de la Iglesia.

*Reportaje original publicado en el número de abril de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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