Tribuna

Un amor vulnerable

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Esta será la señal para que lo reconozcan: encontrarán al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2,12). Por años crecí con el niñito Jesús entre mis manos, en la capilla de la fraternidad, jugando con ese pequeño que me dejaba tomarlo, alzarlo, contemplarlo, sonreírle. Siempre supe que no era un muñeco más, sino Jesús, el pequeñito del pesebre.



Ese pequeño ha transformado toda mi vida, y si hace algunos años descubría con fuerza el aprender a ternuriarnos, hoy descubro con una pasión transformadora la invitación a un amor vulnerable, que aprende a tocar lo más frágil de nuestra vida, experimentando en ello la presencia humana, esa sororidad con quien se encuentra a mi lado y que no me deja pasar de largo.

¿Cómo vivir la dimensión de la vulnerabilidad? ¿qué entendemos por ella? ¿Qué consecuencias tiene para nuestra vida? Cuando pienso en esta palabra lo primero que se me viene es ser vulnerado, y cómo no, cuántas veces hemos escuchado esta asociación, en el sufrimiento de tantas personas que se encuentran a nuestro lado, y entonces, ¿cómo entender vulnerable y vulneración? Una palabra con la misma raíz, una nos habla de apertura y la otra nos retrotrae a un dolor que toca nuestra fibra más íntima.

Una vulnerabilidad que abre y vincula

Ser vulnerable coloca como premisa la posibilidad de ser vulnerado, asumiendo las consecuencias de ese sufrimiento, y entonces cuando celebramos navidad, ¿acogemos la opción de Dios de abrirse a toda nuestra vida, asumiendo el sufrimiento de la injusticia, que incluso lo lleve hasta la muerte? Este amor vulnerable es la clave para poder tocar lo más propio de nosotros como seres humanos.

A lo largo de este tiempo ha entrado en mi vida la experiencia de la apertura. A la luz del pensamiento de Edith Stein se ha alumbrado en mi la conciencia de ser soñada por Dios, en un encuentro permanente con los demás y con toda la creación. Para poder abrirnos a ese misterio de Dios es necesario permitirnos vivir en esa vulnerabilidad que nos abre y vincula, en una relación estrechamente afectiva con todos los demás.

Pienso en tantas y tantos amigos que a lo largo de mi vida nos hemos podido encontrar, de algunos puedo recordar sus nombres, historias que nos unen por tantos años, pero también puedo hablar de amigas, como aquella que no sabiendo su nombre, ayer en medio de la calle, nos dimos un abrazo grande, fuerte, y nos deseamos feliz navidad, porque nuestras miradas se cruzaron y el dolor nos saludó, sin embargo, esa experiencia de sufrimiento, fue el motor para que el cuerpo se movilizara y se concediera ese encuentro de esperanza.

figura del Niño Jesús en el pesebre en un belén

Dejarse poseer

Y en esa palabra, esperanza, ¿no nos abre un horizonte el gozo de la esperanza cristiana, con la audacia de la vulnerabilidad? Porque vivimos con un sentido distinto. Ese pequeño niño, que hoy nos convoca a su encuentro, nos profetiza que no es el conocimiento estricto el que nos hace reconocerle, sino que nuestra pobreza, la que buscándole tan intensamente, como nuestra verdadera esperanza, nos lleva hasta él.

Ser vulnerado es terrible, quienes hemos padecido esos dolores nos hace ser conscientes de las heridas que deja, sin embargo, ese sufrimiento, tocado por la esperanza, alumbra como la estrella de Belén, la presencia de Dios entre nosotras y nosotros. Ser vulnerable es abrirse a esa posibilidad, no es buscarla, ello atentaría hacia el sueño de Dios que es el bien, la bondad, el amor.

Pero esa posibilidad, a veces padecida, al mismo tiempo transforma nuestro cuerpo y nuestros sentidos a la apertura de Dios, que se da por el encuentro con los demás, brújula vital para comprender nuestro interior y dejarnos poseer por el gran amor de los amores. Sigamos rezando la grandeza de un Dios que se hace hombre, un pequeño en un pesebre, mostrando toda su vulnerabilidad, porque hoy, y cada día de nuestra vida, esa será la señal.