Tribuna

Réquiem por Maradona

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Yo tenía casi ocho años cuando Diego Armando Maradona fue expulsado de la Copa del Mundo de Estados Unidos 94. Ahí comienza mi recuerdo futbolístico y acaba su exitosa carrera con la selección argentina. Aunque siguió ligado al mundo del fútbol –unos años más como jugador, entrenador y comentarista en diversos medios–, para la mayoría de las personas es conocido por sus goles, por su forma de jugar y, a la vez, por sus continuos escándalos.



Desde hace varios días no dejo de preguntarme por qué sigue causando tanta fascinación tantos años después, para muestra lo ocurrido estos días. Curiosamente, en un tiempo en el que el puritanismo exige una biografía inmaculada, Maradona ha conseguido ser querido, aceptado y reconocido por pobres y ricos en todos los lugares del mundo. Su vida y su carrera han estado manchadas por las drogas y por sus problemas con la ley. Tampoco ha tenido complejos en ser admirador de líderes comunistas y posteriormente reconocerse creyente, y qué decir de los escándalos con supuestas paternidades, episodios violentos y separaciones varias. A pesar de todo, su extensa leyenda negra no ha logrado borrar la memoria de un pueblo que recuerda en él a alguien capaz de devolverle la alegría y la esperanza. El mito devoró al hombre –como tantas veces ha pasado–, pero, quizás por una vez en estos tiempos, los errores no pudieron con los éxitos.

Un becerro de oro

A él no le gustaba, sin embargo, el fervor de las masas y que una prensa empeñada en santificar a jugadores le considerara un dios; incluso se llegó a crear una religión maradoniana. Un ejemplo claro de cómo se construye un becerro de oro. No obstante, el fenómeno Maradona no debe dejarnos indiferentes, pues, probablemente, sea junto al papa Francisco y a Leo Messi el argentino más conocido. En mi humilde opinión, esto nos debe hacer reflexionar.

Todos sabían que era el quinto de ocho hermanos y que nació en una casa de chapa y madera. En pocos años se convirtió en una máquina de hacer dinero y algunos se aprovecharon. La misma prensa que le idolatraba no tenía reparos en mostrarle ebrio y proclamar a los cuatro vientos cuáles eran sus problemas. De la misma manera, fue su círculo cercano el que le introdujo en el mundo de la noche y de las drogas, apartándose de lo que mejor sabía hacer.

Pagó un precio

Frente a otras estrellas que también se equivocaron, el mito argentino no escondió la basura debajo de la alfombra. No tuvo problemas en reconocer que se equivocó y que lo tuvo que pagar. Más por compasión que por morbo, mucha gente veía en él una persona más que un mito, y su franqueza para aceptarlo le hizo aún más querido. Era una víctima de su éxito, y a todo el mundo le podía pasar. Desgraciadamente, estamos muy poco habituados a que personajes públicos reconozcan su cruz y su fragilidad, y esto –para el que sufre– es más importante de lo que parece.

Su recorrido futbolístico es variado, consecuencia en parte de sus vaivenes personales y sus problemas con la justicia. En estos días, los lugares donde más se ha sentido su muerte han sido Nápoles y Argentina. Los equipos donde más tiempo jugó, pero también donde lo popular es un valor y no una categoría ideológica, social o económica. El “pelusa” se convirtió en un símbolo que hacía sentirse visible y reconocida a mucha gente, especialmente entre los más pobres machacados por la mafia. Los goles contra Inglaterra en 1986 no eran solo dos tantos en la semifinal de un Mundial; eran la reivindicación de una nación dolida y humillada. Su historia era la de un niño pobre que consiguió su sueño de ganar un Mundial, y esto es casi tan relevante como los goles que marcó. En él se proyectaban las ilusiones de cada ciudadano y la rabia de un pueblo que quería volver a disfrutar.

A modo de epitafio

“No me importa lo que hiciste en tu vida, me importa lo que hiciste en la mía”, así reza una de las frases que más ha circulado estos días, y que bien podría ser un epitafio. Su entusiasmo por el fútbol era mayúsculo. Una pasión que se convertía en rebeldía y en autenticidad –y que también fue su cara y su cruz–, pues en ocasiones no le permitió mantener la cabeza fría dentro y fuera del campo. Sin embargo, sabía mejor que nadie que no era solo un juego, sino que además había sentimiento, casta y valor. Así lo vivía. No tenía más mensaje que él y su fútbol. Era querido y lo sabía, y conectaba con la emoción de la gente sin grandes discursos ni campañas de marketing.

Nos guste o no, con un balón se pueden construir identidades sanas y se puede ayudar a las personas –ejemplos no nos faltan–. Prisionero de la fama desde el principio, era consciente de que el deporte tiene la vocación de unir –aunque muchos no lo crean y otros no lo demuestren–. Él no tuvo reparo en sumarse a cualquier causa que realmente mereciera la pena.

Con botas de oro y pies de barro

Futbolista y entrenador. Comunista y creyente. Pecador y arrepentido. Argentino y napolitano. Mito y hombre. Escándalo y fenómeno cultural. Demasiadas categorías para una misma persona que nunca logró pasar inadvertida. Para muchos de nosotros, como cristianos, no vale solo con resoplar ante semejante idolatría e incluso rezar por él y por su familia dolorida. Puede que nos resulte sugerente pensar por qué un personaje con botas de oro y pies de barro fue capaz de tocar el corazón de un pueblo, ayudar a tantas personas y hacer del fútbol algo más que un simple deporte.