Tribuna

Recuerdos de las JMJ, una intuición genial

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Los historiadores del pontificado de Juan Pablo II, incluso los más críticos, coinciden en señalar que una de sus intuiciones más geniales fue la creación de las Jornadas Mundiales de la Juventud.



Citemos algunas cifras que confirman la excepcionalidad del fenómeno: desde abril de 1987 (Buenos Aires) a enero de 2019 (Panamá) más de 20 millones de muchachas y muchachos han asistido a alguna de las JMJ. Escenario de las mismas han sido 12 ciudades repartidas en cuatro continentes. Europa acapara la mayoría con siete (Roma, Santiago de Compostela, Czestochowa, París, Colonia, Madrid y Cracovia) seguida de las dos Américas con cuatro (Buenos Aires, Denver, Río de Janeiro y Panamá) y con una Asia (Manila) y Oceanía (Sídney). África sigue siendo el único continente que no ha podido convocar a los jóvenes del mundo en torno al Papa; razones logísticas y económicas explican esta anomalía.

Eucaristía en la misa de clausura de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud que ha oficiado en la playa de Copacabana de Río de Janeiro

Eucaristía de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro 2013, en Copacabana

Solo dos países han tenido el privilegio de repetir la experiencia: España (Madrid y Compostela) y Polonia (Czestochowa y Cracovia). La JMJ con más alto número de participantes fue la celebrada en Manila (10-15 de enero 1995), con cinco millones; y la menos frecuentada fue la de Panamá (22-27 de enero de 2019), a la que asistieron 300.000 jóvenes, en su mayoría procedentes de los países latinoamericanos.

Wojtyla, jóvenes y Pironio

Sobre su decisión de crear las JMJ, en su libro ‘Cruzando el umbral de la esperanza’, Karol Wojtyla reconoce: “Nadie ha inventado las Jornadas Mundiales de los Jóvenes. Fueron ellos quienes las crearon… No es verdad que sea el Papa quien lleva a los jóvenes de un extremo al otro del globo terráqueo. Son ellos quienes le llevan a él. Y aunque sus años aumentan, ellos le exhortan a ser joven, no le permiten que olvide su experiencia, su descubrimiento de la juventud y la gran importancia que tiene para la vida de cada hombre” (p. 134).

El Papa, sin embargo, admite que “mi mérito fue el de haber hecho de antena. De haber captado, es un decir, una real necesidad de los jóvenes”. No fue, desde luego, el único en hacerlo. A su lado estaba el cardenal argentino Eduardo Pironio, al que había nombrado presidente del Pontificio Consejo para los Laicos.

Una pregunta surge con frecuencia en estos treinta y tantos años de las Jornadas, sobre qué jóvenes asisten a ellas: ¿se trata de beatos o iluminados, o son más bien, simplemente, curiosos o amantes de experiencias inéditas? No hay respuestas sencillas. De alguna manera, respondía a ello el cardenal Antonio María Rouco Varela, a quien cabe el honor de haber organizado las JMJ de Santiago de Compostela y Madrid.

Tres generaciones

En declaraciones al diario ‘Avvenire’ antes de la convocatoria en la capital española (2011), afirmaba: “Estamos frente a la tercera generación de muchachos que pasan a través de las JMJ. La primera fue la del 68, atravesada por fermentos revolucionarios, marcada por la mentalidad del ‘prohibido prohibir’… La segunda fue la de 1989, que se había formada en la escuela de Juan Pablo II y está ligada cronológicamente a la caída del Muro de Berlín y al final de las ideologías. Una generación más atenta a la dimensión espiritual, ciertamente sensible al carisma y a la enseñanza del Papa polaco… La tercera es la actual, la generación de internet y de las redes sociales. Son jóvenes que devoran comunicación, pero al final corren el riesgo de hacer la experiencia de soledad, porque tal vez se revelan incapaces de auténticas relaciones interpersonales. Es una generación con frecuencia llevada a crearse una ‘realidad virtual’ para cortocircuitar las fatigas pero también las alegrías de la realidad cotidiana”.

He tenido la oportunidad de asistir a todas las JMJ, con una sola excepción: Manila. Tengo, por tanto, asociados muchos recuerdos a cada una de ellas, pero tampoco quiero caer en la tentación de contar mis “batallitas”. Comenzaré por Buenos Aires, lugar de la primera JMJ. Corría el año 1987 y, en los primeros días de abril, habíamos viajado hasta Chile, gobernado por el dictador Augusto Pinochet; una visita llena de tensiones. A su llegada a la capital argentina, bañada por el Río de la Plata, la temperatura era la de la primavera austral, pero la metrópolis de 13 millones de habitantes “ardía” por el entusiasmo de esos centenares de miles de jóvenes llegados de los cinco continentes. El 12 de abril es Domingo de Ramos y la Avenida 9 de julio está llena a rebosar con dos millones de personas que aclaman al Papa como siglos antes lo hicieron con Cristo los habitantes de Jerusalén. (…)

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