Tribuna

Que el milagro de La Palma no se rompa

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Cuando tantas personas lo han perdido todo por un maldito volcán que ha destrozado sus vidas, eso es lo que hace falta: que la gente, las instituciones, estén al pie del cañón. Aviso de antemano: estas palabras son unas reflexiones absolutamente personales, que nadie tiene por qué hacer suyas, ni siquiera compartir de forma parcial. Son el fruto de estar viviendo de cerca una experiencia tan bestia como esta y de conocer, y sufrir, a una institución tan reaccionaria como es la Iglesia católica en España.



No me caracterizo por defender a la Iglesia. Todo lo contrario, aunque la amo y sé que soy parte de ella. Y mucho menos por hacerlo en negro sobre blanco, para que nadie me lo pueda recordar. Fray Javier María Badillo, fraile servita de la iglesia de San Nicolás de Madrid –que es para mí como un hermano, o lo que antiguamente se podría llamar un director espiritual– ha tenido, y tiene, que tragarse todas las barbaridades que suelo vomitar contra esta institución que, desde mi punto de vista, parece más un ministerio tardofranquista que el garante de sembrar entre sus fieles lo importante que sería que todos viviéramos empadronados en los versículos de Mateo 25.

Pero sí, una vez más, la Iglesia, o para ser exactos, una parte de la Iglesia, es quien ha estado al pie del cañón en La Palma, con ayudas de todo tipo. No quiero con esto hacer de menos a todas esas personas que, sin estar vinculadas a ella, también lo han hecho: desde los cientos de (maravillosos) voluntarios, hasta funcionarios públicos o representantes de las instituciones y los gobiernos –de todo tipo y color político– que han dado un ejemplo de unidad que no suele ser frecuente en nuestro país.

Ojalá dure. ¡Ojalá este milagro no se rompa! La Palma, los palmeros, no nos merecemos otra cosa. Dios quiera que sigan estando a la altura y sean capaces de poner a esta isla, de verdad, en el siglo XXI, con todo lo bueno que ello representa.

Iglesia de calle

Pero cuando pongo el foco en la Iglesia es porque me llama mucho la atención que esa vetusta institución –que suele dar diariamente muestras de vivir en un mundo que ya no existe, en una especie de second life que solo interesa a sus cada vez menos fieles, y que no para de dar escandalosos titulares a la prensa menos afín, y que hasta la afín tiene muchas veces que intentar disculparlos– al final es la que termina sacando las castañas del fuego.

Cierto es que lo suele hacer con la gente que está a pie de calle, y que obvia la línea institucional de este ministerio que ni siquiera su ministro plenipotenciario, es decir, el Papa, tiene poder para cambiar [si es que realmente quiere hacerlo, tal y como indica su clan de incondicionales, que lo defiende, como los grupies a sus ídolos, a capa y espada].

(…)

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