Mucho se habló de la austeridad de Francisco. No le interesaban el dinero, la ropa, el bienestar, las vacaciones, los gustos que todos nos damos. Era profundamente libre. También se habló de sus innumerables gestos de bondad, de su cercanía hacia los últimos. Es destacable que, en la última semana de su vida, cuando tenía poquísimas energías, le costaba hablar y se veía que cualquier pequeña cosa le requería mucho esfuerzo. Sin embargo, quiso visitar una cárcel. Me pareció un gesto heroico en esas condiciones.
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Pero ahora quisiera destacar otra cosa que se menciona poco: su sabiduría. Por su lenguaje sencillo, su simpatía y su lenguaje gestual, algunos pretenden que no tenía una visión honda y aguda de la realidad. Allí es donde se equivocan. Desde hace treinta años que le empecé a conocer y, con el tiempo, ese conocimiento se fue profundizando. Pero ya al principio descubrí que este hombre veía más allá, miraba lejos, con una intuición misteriosa.
Un don especial
Muchas veces le he consultado cosas complejas, y las respuestas que me daba me parecían extrañas, no me convencían. Luego pasaban los años y todas sus respuestas se demostraron certeras, justas. Cuando yo creía que tenía que aceptar una propuesta, y me entusiasmaba, él me decía que eso no era para mí. Yo confiaba en su discernimiento, y con los años se mostraba que él tenía razón. Lo mismo puedo decir con respecto a cuestiones mucho más importantes: de la Iglesia, del país o del mundo. Tenía un don especial que le permitía mirar en el corazón de los acontecimientos y de los desafíos.
Con esta capacidad, era llamativo que no se concentrara en los grandes temas, en los diálogos con las personas influyentes. Para algunos era difícil entender con qué criterio recibía a unas personas y no a otras. Porque él ponía su capacidad intuitiva al servicio de las personas con sufrimientos, angustias, grandes preocupaciones, aunque fueran la cocinera o el vendedor de periódicos.
Cada persona para él tenía un valor infinito, y me pidió que mi dicasterio escribiera un documento precisamente sobre este punto: el valor inmenso que tiene cualquier ser humano, más allá de toda circunstancia. Por eso no llama la atención que en sus días de mayor debilidad, donde medía cada pequeño esfuerzo que hacía, se hiciera fuerte para visitar una cárcel.
Corazón de padre
Pero muchas veces se aburría con la visita de políticos o grandes personalidades que solo iban para convencerle de cuánto bien ellos hacían o de los grandes resultados que obtenían. En cambio, se sentía pleno cuando podía abrazar el dolor de la persona más simple o extraña, buscando la palabra o el gesto que pudiera hacerle brotar una esperanza. Y si un jefe de Estado le abría el corazón, le hablaba como amigo, y le mostraba sus dificultades y sus sufrimientos, allí se abría también su corazón de padre.
Porque eso fue él, como muchos hoy reconocen: un padre que se dejaba lastimar por el grito de los más miserables, de los que dejan su tierra buscando un poquito de dignidad para sus vidas, de los que no cuentan para nadie.
Claro que no era perfecto. Yo me quedo con su sonrisa, la que algunas veces me regaló con unas pocas palabras que me siguen dando aliento: “Fuerza, Tucho, seguí adelante y no dejes que te quiten tu dignidad”. Cuando me permitieron pasar a verlo antes de que lo vistieran en el féretro, lo tomé del brazo y volví a escuchar en mi interior el aliento del Padre: “Fuerza, Tucho”. De una manera u otra, son millones los que hoy se quedan con ese recuerdo.
*El cardenal Víctor Manuel Fernández es el prefecto de Doctrina de la Fe.