Tribuna

Meditación sobre la fe

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No sería necesariamente trivial afirmar que vivimos tiempos muy difíciles y complejos para la fe. Creer de verdad, con total y absoluta honestidad, no ha sido nunca fácil, pero en la actualidad la duda y la inseguridad parecer ser elementos que constituyen el normal esquema de la existencia del común de los hombres.



En la actualidad, luego de haber presenciado cómo han sido demolidos tantos respaldos antropológicos de una fe tradicional o heredada, le siguieron sistemas, programas políticos, sociales, económicos aplastados por un espíritu orientado por el desencanto, el escepticismo y la indiferencia presentes especialmente en los más jóvenes.

Esta desolación en la que se siente el hombre moderno, aunque profunda, no lo suficiente como para alejarlo de ciertos ideales que le mantienen viva la indignación ante la injusticia. Indignación que les abre la boca para gritar, junto al profeta Habacuc, “¿Hasta cuándo, Señor?” (Hab 1,2) Al igual que lo hizo Habacuc, en la actualidad nos preguntamos por qué el justo es oprimido y de que la ley se vea desautorizada. Ante esta circunstancia, San Bernardo de Claraval escribe que “el verdadero amor no queda sin recompensa, pero no ama ni vive para la misma”. El estado de cosas y nuestra relación con ellas, nos han minado la fe, haciendo que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf Mt 5, 13-16)

Señor, auméntanos la fe

En el evangelio según San Lucas, los apóstoles hablaron con Jesús y le dijeron “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17,5), eso es exactamente lo que necesitamos nosotros ahora. No es que no tengamos fe, sí tenemos fe, pero Señor, danos más fe, auméntanos la fe. Sin embargo, Jesús no les responde de forma directa. Solo les responde “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a ese arbusto: «Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería”. Esta exageración es notoriamente intencionada. Los discípulos parecen pedir cantidad, pero Jesús más bien piensa en calidad. Bastaría un poco de fe con tal de esta sea auténtica.

Nuestra relación con Dios debe estar desprovista de todo cálculo. Ningún hombre se salva por los méritos de nuestras obras, ya que siempre serán muy pobres, mucho menos por la sola fe sin obras. La recompensa, nuestra salvación, está en manos de un Padre amoroso y del juez más justo. La recompensa no será necesariamente salir del atolladero en el que se puede encontrar el hombre, mucho menos la posibilidad de un mágico crecimiento material. La fe nos ayuda a comprender que “el mundo se acaba con sus malos deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2,17). La fe va más allá de toda posible definición, ya que pertenece a una esfera psíquica de la persona, al armazón y contexto de la experiencia espiritual tejida a partir del contacto vivencial con Dios.

Como un granito de mostaza

La fe se encuentra ubicada en medio de la esfera de las vivencias personales, como lo están también el amor y la esperanza. Esto abre las compuertas a la posibilidad de la existencia de una fe humana. Ahora, la fe en Dios es otra cosa mucho más profunda y definitiva, en cuanto al hecho de se trata, no tanto de un ámbito de vivencias, sino de un don que Él nos obsequia y que, por esta misma razón, resulta inútil explicarla. Va más allá de toda posibilidad de explicación racional, pero que no impide ponernos en contexto de si existen experiencias falsas o auténticas de la fe.

No se trata, como quieren hacer ver algunos, simplemente en creer lo que no se ve, ya que resulta algo hasta bastante infantil e ingenuo. La fe implica responsabilidad personal ante la verdad de Dios. Responsabilidad que puede ser, incluso, crítica. La fe no está reñida con la duda, muchas veces esta última blinda aún más la fe. La fe parece necesitar de la propia convicción del hombre, de fiarse de Dios, de aceptar su palabra y ser su testigo. Ella requiere inteligencia y corazón, precisamente requiere de ser cultivada de manera progresiva acompañando cada etapa de la vida. No está reñida con la razón. Todo lo contrario, la lleva a su plenitud, a su radical comprensión de todo lo que nos rodea. Comprensión que permite iluminar los tejidos que permiten el encuentro personal con Dios que siempre sale a nuestro encuentro. Paz y Bien.


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela