Tribuna

Jueves Santo: el lavatorio de los pies, un escándalo dichoso

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1. Servidumbres

“No serviré” (Jr 2, 20) son las palabras de rebelión de la criatura ante su Creador y la expresión de un rechazo ancestral a toda servidumbre humillante o esclavitud, a la falta de autonomía, de autodeterminación y de autogestión, porque nos cuesta depender, ser tutelados, pertenecer a otro.



Porque entendemos que servir es descender, perder altura, una posición de dominio sobre algo inferior. Porque descender es entrar en un espacio de escondimiento involuntario, que asemejamos a una especie de muerte del yo que puede quedar como enterrado, en el humus de lo subterráneo, que puede ser el lugar donde se afirma una gran edificación pero que no deja de estar enterrado, “abajo”, que siempre será paradigma de “tierra, humo, polvo, sombra, nada”.

Todo ello tiene una connotación que rechaza el ser humano: la invisibilidad. El que desciende y queda escondido se hace invisible y así no cuenta, deja de ser. Todo descenso invisibiliza y oculta. Y Él bajó, descendió hasta nosotros, porque nos amó hasta ese extremo de la vida. “Cuando nosotros estábamos perdidos y éramos incapaces de volver a ti, nos amaste hasta el extremo” (Plegaria Eucarística Reconciliación I).

2. Jesús entendió lo que significaba ser Dios (Flp 2, 5-11)

A esa respuesta de la criatura, que marca la relación misma con Dios, se opone la del Hijo, en el seno de la Trinidad y a lo largo de su vida entre nosotros. “Pero, he aquí que vengo, Dios mío, a hacer tu voluntad” (Hb 10, 6-7). La Encarnación es el fruto del amor loco de Dios, que le lleva a hacerse próximo al hombre para que conozca cómo es amado y al mismo Dios que es Amor y no puede hacer otra cosa que amar. Nos interesa saber hasta dónde es capaz de llegar Jesús para darnos a conocer quién es Dios y cómo nos ama.

San Pablo, en Flp 2, 5, nos insta a tener los mismos pensamientos (‘froneo’) que Cristo, es decir, nos urge a entender lo que para Él, el Hijo, significaba ser Dios y de este modo describe sabiamente el dinamismo propio del amor trinitario vertido (‘heauton ekénosen’) hacia el hombre a través del Hijo, de la misma condición divina y verdadero hombre hasta el punto de hacerse esclavo de la misma Ley y asumiendo la consecuencia del pecado sobre la carne, que es la muerte (Flp 2, 5-8; 1 Cor 15, 56).

Lavatorio de pies el jueves santo

Este itinerario del amor loco de Dios por el hombre, reconocible en todo amor verdadero, que desciende hacia el ser amado para salvarle y que le lleva a la donación plena de la propia vida con tal de que el Amado viva, será el camino santo del Hijo, Jesús, el Señor. Su abajamiento, su inclinación humilde, la obediencia total a la voluntad de bien del Padre, tendrá una respuesta también trinitaria: el reconocimiento, la exaltación, el júbilo en el cielo por que la criatura recupere en el Hijo amado el designio primero sobre ella. Respuesta que corrobora, a su vez, todo lo creado, que a una sola voz aclama al ‘kyrios’ ante el que se postra y adora (Flp 2, 9-11).

Este es el itinerario salvador. Jesús comprendió lo que era ser Dios: bajar hasta lo más abisal y abismal del hombre y alzarle definitivamente, sacándole de la oscura hondura donde habitaba escondido –“Caín, Caín, ¿dónde estás?” (Gn 4, 9)– y restaurando la historia de nuestra antigua lejanía. Este fue el largo viaje de la Trinidad que emprendió el Hijo, el que descendió hasta nosotros, inaugurando el camino posible del hombre hacia Dios y hacia sus hermanos.

3. La verdad sobre Dios en un gesto (Jn 13, 1-15)

El evangelio de Juan nos relata un gesto de Jesús que nos recuerda las graves palabras de Pablo en Filipenses 2. En la Última Cena, Jesús, siendo Hijo se hace siervo, abajándose hasta inclinarse ante el hombre y lavarle los pies, como un esclavo a su señor.

Es un gesto excesivo. Ha llegado la hora decisiva y en ella, como en ‘time-lapse’, pasa deprisa la vida del Hijo, que estaba sentado a la derecha del Padre y se nos manifestó (1 Jn 1, 1-2), que salió del seno trinitario y puso su tienda entre nosotros y, ahora, vuelve al Padre. ¿Cómo explicar todo un misterio en un gesto que abrace una enorme totalidad? ¿Cómo resumir un amor infinito, eterno, en un gesto finito, en el tiempo?

Inesperadamente, durante la cena, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos, toma una toalla y se la ciñe (cfr. Jn 13). La obertura de este oratorio es un gesto encarnatorio: Dios se ha hecho próximo a nosotros y nos sirve, “echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies a sus discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido” (Jn 13, 4-5).

No solamente ha venido hasta nosotros, sino que se ha inclinado para ver nuestra humanidad desde un dramático contrapicado, desde la bajura, como un menor contempla a un mayor, desde abajo. Y desde esa perspectiva se ha inclinado aún más y ha lavado los pies, asumiendo ser siervo nuestro. No se ha limitado a ser espectador pasivo, sino que ha actuado, haciendo con nosotros lo que ha venido a hacer como Dios: asumir aquello que nosotros aborrecemos, aquello que nos pesa, que nos hiere, nuestra insoportable levedad, toda nuestra oscura noche. Este no es el gesto propio de un hombre, porque solo Dios puede amar hasta este extremo. (…)

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