Cuando el 11 de febrero de 2013 Benedicto XVI anunció que renunciaba a seguir en la cátedra de Pedro, la situación del papado y de la Curia vaticana eran particularmente problemáticas.
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No faltaron quienes, una vez superada la sorpresa inicial, indicaron que la misma obedecía, sobre todo, al fracaso rotundo en que había cristalizado la recepción involutiva del Concilio Vaticano II que –impulsada por Juan Pablo II y sostenida por el cardenal Joseph Ratzinger– había cuajado en una crisis de credibilidad del papado así como en una tensa relación no solo con la Curia vaticana, sino, sobre todo, con sectores importantes de la sociedad civil y con muchas comunidades y personas en el seno mismo de la Iglesia católica.
Era evidente, además, una creciente y preocupante desafección eclesial en muchos países; sobre todo, de Europa occidental. Y, entre ellos, obviamente, España. La Iglesia necesitaba una renovación profunda y rápida, tanto en su cabeza como en la relación que mantenía con el mundo y con muchas de las comunidades cristianas.
Entre Asís y Loyola
El contenido de estas inquietudes y demandas fue fraguándose en las congregaciones generales que se celebraron durante los días previos al consistorio en el que fue elegido –para sorpresa, nuevamente, de casi todos– el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio –fallecido hoy–, de formación jesuítica y que había adoptado el nombre de Francisco, buscando un pontificado presidido por la síntesis entre la pobreza del santo de Asís y la espiritualidad del de Loyola.
Desde el momento en que se asomó a la balconada principal de la Basílica de San Pedro, para impartir la primera bendición ‘Urbi et Orbi’, se supo que el nuevo papa era un gran comunicador.
No solo se inclinaba ante el pueblo reunido en la plaza o solicitaba su bendición, y los despedía invitándoles a que descansaran, sino que regresaba a la residencia romana en la que se había alojado hasta entonces para coger sus enseres y pagar la estancia; se trasladaba a vivir a Santa Marta, dejando los apartamentos papales; aceptaba el regalo de un viejo Renault 4L, ofrecido por un sacerdote italiano y se paseaba con él, en señal de agradecimiento; iba a visitar al oculista, en vez de llamarle para que se personara en las dependencias vaticanas; comía con los trabajadores de la Santa Sede.
Viaje a Lampedusa
Y, sobre todo, realizaba su primera salida oficial a Lampedusa, la isla sobrepasada en su capacidad de acogida por la multitud de refugiados que llegaban a sus costas. Al hacerlo, llevaba a primera página de la prensa mundial el problema de los migrantes en el Mediterráneo, una de las preocupaciones que, desde entonces, estaría permanentemente presente en sus palabras y en muchas de sus decisiones.
Estos sencillos y, a la vez, sorprendentes gestos venían acompañados de un magisterio diario y directo, gracias a la predicación matutina y a sus declaraciones en diferentes medios de comunicación social de todo el mundo. Y lo hacía abordando temas de actualidad y empleando las expresiones populares a las que había recurrido siendo arzobispo de Buenos Aires, y con una admirable libertad. (…)
Pero tampoco le faltaron las críticas de quienes, sintonizando con su proyecto renovador, echaron de menos decisiones concretas.