Tribuna

Este tiempo sin confesarnos

Compartir

Es muy lindo ver cómo mucha gente se pregunta en estos días por el tema de la confesión; sobre todo porque para hacerla efectiva deberíamos violentar – cuando no infringir – lo que se nos pide desde leyes y decretos: no salir de casa, no exponer a otros al contagio por todo lo que vamos tocando con nuestras manos y puede ir esparciendo el virus. Para los sacerdotes también es un conflicto de conciencia; ninguno de nuestros curas se quiere ver en el aprieto de tener que decirle a alguien que privilegie el bien común sobre bien personal… por más que para uno no haya mayor bien que la propia sanación del pecado.



Pero como toda dificultad es una oportunidad, quizás sea ocasión para desempolvar esa antigua distinción que está en el centro de la más genuina tradición eclesial: la atrición y la contrición. No quiero detenerme aquí en el itinerario histórico de esta reflexión y para eso existen innumerables artículos; con santo Tomás de Aquino y el Concilio de Trento como centro neurálgico se puede tener una sólida comprensión del asunto.

Atrición y contrición

Prefiero explicarlas con lenguaje sencillo. La atrición parece que nace de un corazón que si bien pide perdón a Dios, lo hace con cierto interés, con una mirada sobre sí mismo y su propio bien. Sería el caso del hijo pródigo, donde la razón para pegar la vuelta a la casa de su padre es que lo sirvientes de su padre viven en mejores condiciones que las que él está padeciendo entre cerdos; lo que lo motiva a volver es mejorar su calidad de vida. En ningún momento se le escucha decir: “Papá debe estar extrañándome”, “que torpe que he sido con él”. El avance del padre, su abrazo y la restitución de su dignidad de hijo son los que hacen la diferencia; y así es cada vez que la atrición, por más imperfecta que sea, por más que tenga ciertas raíces mezquinas, nos acerca a la confesión. Con ella alcanza y sobra: ¿Quién no ha terminado de encontrar el empujón final para confesarse en un examen que lo aterra? ¿O en un viaje prolongado que siempre tiene sus riesgos, o en una operación?
La contrición es un paso más. Es cuando decido que me duele haber quebrado con Dios por el hecho de ser Él; porque me doy cuenta que me soñó para algo, me propuso un camino, un proyecto, y yo me decidí por otro, o dilaté con mis opciones el abrazo con aquello que Él había imaginado para mí. No tiene que ver con pensar “lo puse triste a Dios”, o “qué dolor tiene que sentir Jesús por mis actos pecaminosos”…Dios no manijea emociones, no nos manipula… eso hacemos nosotros en nuestros vínculos.  La atrición se parece al concertista que llega tarde a la presentación por comerse un pancho y sabe que él empezaba con su saxo el concierto, que el director lo eligió para ese “solo” y que un montón de compañeros dependen de él: el tipo no corre porque lo vayan a retar, ni porque lo vayan a echar de su puesto. Corre, se fastidia consigo mismo, se entristece porque sabe que él era parte de esa sinfonía y por ser tentado en la comida, por no haberse aguantado, cambió el ritmo de todos y algo ya no va a ser igual.

Para estos días

La contrición nace de admirar la sinfonía que Dios va desplegando sobre el mundo y que me incluye; brota cuando percibo que Él me da todo para que cada día yo entone la nota que me corresponde, que es parte de un gran concierto que tiene sus partes, sus velocidades y movimientos… y que yo he interrumpido la sinfonía, he ensayado modos para sobresalir, me he mandado a mi estilo sin importarme los roles de los otros. Hay que amar mucho la música para que nos duela desentonar, hay que admirar la composición del otro para que me avergüence no haberme atado a los que ya estaba pensado y escrito para mí, hay que saberme parte de un todo para sufrir por haberme cortado solo.
Estos días de encierro son muy buenos para ejercitar la contrición, para llegar en profundidad a ese “dolor por el pecado” que no está ligado en primer lugar al miedo al infierno o a algún interés, sino a la tristeza por no haber respondido con amor a tanto amor…si lo hacemos, la iglesia nos dice que el Señor ya nos perdona y que cuando volvamos a acercarnos a la confesión, el sacerdote sólo confirma aquello que Dios ya ha hecho.
Después que hagas tu acto de contrición, te propongo esta oración:
Señor Jesús,
que por obediencia al Padre y por amor a nosotros
te hiciste hombre, pasaste haciendo el bien,
y moriste en cruz por nuestros pecados.
Amigo de los hombres,
hermano y amigo mío,
compañero de camino.
Te pido perdón porque menosprecié tu amor,
porque no tuve en cuenta tus gestos y palabras,
y desoí el proyecto del Padre para mi vida,
porque entorpecí su presencia amorosa entre los que me rodean.
Que tu cruz y resurrección vuelvan a ser parte de mi vida,
que por tus méritos, el Padre de entrañas maternas me perdone,
me alcance su gracia para intentar seguirte e imitarte,
me acoja en la mesa del Reino, junto a vos y nuestra madre, María.
Amén