Tribuna

El grito de los otros… caminos de sinodalidad

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Las desgracias humanas, individuales y colectivas, acumulan un llanto inmenso, un llanto que parece eterno. Ante tanto sufrimiento, los seres humanos recurrimos a distintos tipos de maneras para aliviar el dolor y la pesada angustia. Muchos buscan consuelo en la fe. Pero también se recurre a los paliativos sociales, que van desde los analgésicos hasta las drogas narcóticas, de la búsqueda de entretenimientos hasta la ofuscación en metas materiales, sean la riqueza; la fama o los olvidos.



Sin embargo, ahora quiero referirme al último mencionado; al olvido. Pero no me refiero al olvido ese de que no recuerdo algo porque de verdad se me ha olvidado. Tampoco al olvido terapéutico y de las conciencias amorosas, que buscan echar al olvido el mal que nos entristeció ayer y las ofensas que nos hicieron otros. Más bien quiero referirme a cuando decidimos olvidarnos de los “otros”.

Cuentan de unos misioneros educadores que construyeron escuelas en medio de tribus de las que abundan en las zonas pobres y aisladas, lejos de la llamada civilización. Una se inició el proyecto se enfrentaron a un gran problema pues cuando un estudiante no sabía la respuesta correcta, los otros acudían al rescate y le decían la contestación, ante lo cual el que estaba en apuros le repetía al maestro –muy contento– lo que le habían dicho sus compañeros. Ante eso, los maestros insistían en que estaba muy mal que otro le diera la respuesta, cosa que ni él, ni sus compañeros entendían. Los maestros querían que “cada uno” supiera. Los estudiantes creían que lo importante era que “todos”, en grupo, habían encontrado la verdad. ¿Quién era el civilizado y quién era el auténtico salvaje?

Dependemos unos de otros

Nada como la pobreza para enseñarnos cómo dependemos unos de otros para sobrevivir. Porque el que se queda solo no sobrevive. Nada como la soledad para enseñarnos la importancia de un abrazo, de un te quiero, de una sonrisa que nos den otros. Nada como estar asediado por una confusión para que nos demos cuenta de lo importante que es que otros nos ayuden a encontrar las respuestas.
Los niños de aquellos parajes agrestes, donde los seres humanos tenían que compartir su existencia con las fieras y los eventos catastróficos conocían que cada uno, si se quedaba solo, iba en el camino de la desgracia, que lo importante era que todos juntos formaran un grupo solidario en el que se compartiera la comida, la protección y el conocimiento. Eso no resultaba fácil de entender para los misioneros, criados en sociedades en las que, a fuerza de acumulación de riquezas, se valora sobre cualquier cosa el logro individual, aunque en la realidad, esas condiciones materiales se logren sobre la sangre, el sudor, los esfuerzos y las lágrimas de muchedumbres hambrientas que se quedan siempre esperando a que amanezca.
El silencio cuaresmal no debe ser para no tener que escuchar. Todo lo contrario, me callo para poder oír. Cierro mis ojos, para pensar en los otros, para ver con el alma. Me parece que el llamado del papa Francisco a una Iglesia sinodal, a una Iglesia en salida, se traduce en una vivencia en la que todos aprendamos que en las que está el mundo en el que las mayorías viven empobrecidas, es urgente tener conciencia de que nos salvamos juntos.  Volvamos nuestra mirada a la realidad de nuestros pueblos.
No, la salvación no es individual, aunque existe una responsabilidad personal; la salvación es comunitaria. Al tener ese nivel de conciencia, comprenderemos mejor que la sinodalidad en la Iglesia es “caminar juntos”. Nunca entenderemos los caminos de la sinodalidad eclesial mientras no aprendamos a vivir y convivir “juntos” .