Tribuna

Educar para sentir

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“Después de todo, escribe Fernando Pessoa, la mejor manera de viajar es sentir”. Luego, como exigencia profunda de su mismidad más humana afirma que desea sentir como varias personas, intensa y estridentemente; simultánea y unificadamente, dispersamente, sentir, pues en el sentir cree poseer la existencia total del Universo.



Sentir  hasta que sienta sollozar en lo íntimo de su corazón el pasmo conmovido de haberlo sentido todo de todas las maneras y excesivamente. Sentir, sentir, sentir, sentir esa locura exquisita que es fuente de la sabiduría: el asombro del que hablaba Platón. Sentir la extensión de lo humano con ese amor que no cansa ni se cansa.

A este mundo parece que le falta sentir, es más, necesita aprender a pensar con los sentimientos que ayuden al hombre, al menos por una vez, escapar de una racionalidad que se volvió ideología que se ceba con el mito científico que domina la cultura moderna: lo que es científico tiene garantía de seriedad, de calidad e incluso de verdad. Lo otro, eso que siempre le será sospechoso, irracional, será señalado como parte maldita, instante oscuro, locura.

Una educación para sentir

Por ello resulta necesario pensar en una educación para el sentir, una educación que estimule la apreciación de la belleza que deambula desnuda dentro del hombre y fuera de él. Por ello Albert Camus señaló enfáticamente que el mundo es bello, y fuera de él no hay salvación. Y en esa belleza que nos habita y que habita al mundo, el hombre puede encontrar la experiencia salvadora de la plenitud… por eso es bello. Una educación que sienta la belleza que arde en la creación es una que aprenda a contemplar, que enseñe a contemplar, que se aleje velozmente de esto en lo que se ha vuelto: algo prosaico, técnico, gris y, muchas veces, vulgar.

Educar se ha transformado en una especie de oficio espeso donde van y vienen recetas, y se metió tanto en los recetarios que pasó por alto algo fundamental: el ser humano no responde a recetarios, entre otras cosas, porque el ser humano es un caos, un caos maravilloso. El ser humano es un misterio que desborda la receta, que lo desborda todo.

La educación es una experiencia sensible

En tal sentido, ¿qué podemos hacer si no podemos saberlo todo? Aprender a sentir. Aprender a deletrear el abecedario del amor. Darle la oportunidad a una dimensión que arde en cada uno de nosotros, pero que hemos sepultado y se nos ha enfriado el corazón. El hombre necesita un corazón que arda (Lc 25, 32), un corazón de carne y no de piedra (Ez 36, 26). Necesitamos una educación que busque a un hombre que busque ser hondo desde lo sencillo. Una educación que estimule al ser humano a buscar infatigablemente aquello que es más grande que él, pero que lo habita, le da forma, lo mueve, el silencio.

El conocimiento se construye desde el ser que siente, desde el ser sentido heideggeriano. Sentido como verdad encarnada que brota a partir de una sociología de la caricia, un logos afectivo, y el logos es el soplo divino que nos traspasa comunicándonos con el Absoluto. En términos más preciso, lo que se necesita es que el hombre sea más humano en lugar de no-humano, puesto que, afirma Heidegger, esto es ajeno a su esencia.

La educación es una experiencia sensible. Cuando hablamos de la experiencia sensible, sin lugar a dudas, hacemos referencia al amor como la experiencia existencial más relevante para todos los seres humanos. El amor como acto fecundo de la voluntad, como conciencia superior de estar vivos, como conciencia luminosa que se lanza al mundo para abrazarlo en su totalidad, en su trascendencia mundana. Amor que nos impulsa hacia un saber del alma que se va tejiendo en el caminar en compañía del otro que se desnuda junto a nosotros en la metáfora del corazón que nos ayuda en este proceso de interpretación y autointerpertación sensorial.

Esta experiencia sensible nos cobija en la intuición de gustarnos, mirarnos, olernos, tocarnos y escucharnos. Que aprendamos a buscarnos a nosotros en el otro sin abandonar nuestro sí-mismo más profundo. Buscarnos en el otro vaciándonos y, al mismo tiempo, que el otro se busque en nosotros saliendo de él mismo como posibilitación amante. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Director del Colegio Antonio Rosmini. Maracaibo – Venezuela