Tribuna

Cuando las mujeres entraron en el Concilio

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¿Dónde está la otra mitad de la Iglesia? Con esta pregunta dirigida a los 2.500 padres conciliares en el aula, la petición de una presencia femenina fue formulada así por el cardenal Léon-Joseph Suenens, arzobispo de Malinas-Bruselas. Fue repetida por otros obispos y deseada por los auditores laicos presentes en la celebración de la segunda sesión del concilio Vaticano II.



Era el signo de una conciencia germinal que hacía percibir lo grave que era la ausencia en el aula conciliar de quienes componen la mitad de la raza humana. “Nos alegra saludar a nuestras queridas hijas en Cristo, las mujeres auditoras, admitidas por primera vez para asistir a las asambleas conciliares”. Y con estas palabras, el 14 de septiembre de 1964, al inicio de la tercera sesión del Vaticano II, Pablo VI se dirigió a las 23 auditoras admitidas, 10 religiosas y 13 laicas. Ninguna de las nombradas estaba presente.

Madres del Concilio

El 21 de septiembre, la primera que hizo su ingreso en el aula conciliar fue la laica francesa Marie-Louise Monnet, fundadora de Action catholique des milieux indépendants. Las más conocidas eran la australiana Rosemary Goldie, secretaria ejecutiva del Comité permanente de los congresos internacionales para el apostolado de los laicos, y la italiana Alda Miceli, presidenta del Centro italiano femenino. A ellas se unieron una veintena de expertas entre las cuales la economista Barbara Ward y la pacifista Eileen Egan.

Se eligieron mujeres que representaban o coordinaban organizaciones laicas activas a nivel internacional, y superioras generales de los institutos religiosos; ninguna de ellas tenía estudios teológicos sistemáticos. Las “Madres del Concilio”, como se las definía, asistían, salvo una, a las reuniones vestidas de negro, con un velo en la cabeza, como en una celebración pontificia. Durante los descansos podían ir a una sala-bar separada, preparada para ellas.

A Pilar Bellosillo, presidenta de la Unión mundial de las organizaciones femeninas católicas, se le negó dos veces la oportunidad de hablar en público. No tenían derecho a voz ni a voto. La participación de las auditoras, en las intenciones de los padres conciliares, iba a tener un carácter más bien “simbólico”, como indicó el propio Pablo VI en el discurso en el que señaló el nombramiento y saludó su presencia.

Una presencia viva y significativa

En realidad, fue de todo menos simbólico, participando con determinación y competencia en el trabajo de las comisiones. Su presencia, como se ha revelado, aunque limitada a las dos últimas sesiones del Concilio, fue viva y significativa, dejando signos importantes en los documentos conciliares, presentando memorias y contribuyendo con su experiencia a la redacción de los documentos, sobre temas como la vida religiosa, la familia, el apostolado de los laicos.

La presencia de dos viudas de guerra ayudó a fortalecer el peso femenino en los debates sobre la paz. Destacar la contribución de la economista Barbara Ward en el debate sobre la presencia de la Iglesia en el mundo y su compromiso para que la Iglesia dijera una palabra creíble sobre el problema de la pobreza y el desarrollo humano.

El 23 de noviembre de 1965, las trece auditoras laicas, junto con los auditores laicos, publicaron una declaración conjunta para dar cuenta del trabajo realizado. Conscientes de haber sido testigos de una etapa histórica de la apertura de la Iglesia a su componente laical subrayaron la vital importancia de algunos documentos a los cuales habían dado una aportación significativa con discusiones e ideas.

Se refirieron al capítulo IV de ‘Lumen gentium’, dedicado a los laicos, a las partes de ‘Gaudium et spes’ relativas a la participación de los fieles en la construcción de la ciudad humana y al decreto sobre el apostolado de los laicos ‘Apostolicam actuositatem’. Gracias a ellos, el Concilio abordó cuestiones como la construcción de la paz, el drama de la pobreza en el mundo, la existencia de superación de desigualdades e injusticias, la defensa de la libertad de conciencia, los valores del matrimonio y la familia, la unidad de todos los cristianos, de todos los creyentes y de toda la humanidad.

La aportación de las auditoras laicas fue significativa dentro de las comisiones encargadas de redactar el decreto sobre el apostolado de los laicos y el “Esquema XIII”, que luego se convirtió en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, la Gaudium et spes.

Igualdad hombre-mujer

La influencia de las auditoras recayó sobre todo en dos documentos en los que habían trabajado a partir de las subcomisiones: las constituciones ‘Lumen Gentium’ y ‘Gaudium et Spes,’ en las que emergía la visión unitaria del hombre-mujer como “persona humana” y la igualdad fundamental de los dos.

Muy significativa es la respuesta que dio Rosemary Goldie al teólogo Yves Congar, cuando el célebre dominico quiso insertar una elegante expresión en el documento sobre el apostolado de los laicos, comparando a la mujer con la delicadeza de las flores y los rayos del sol: “Padre deje las flores afuera. Lo que las mujeres quieren de la Iglesia es ser reconocidas como personas plenamente humanas”.

Conocemos las autorizadas intervenciones de algunas de ellas (Rosemary Goldie, Pilar Bellosillo y Suzanne Guillemin) para que la afirmación de la dignidad de la persona humana superase cualquier consideración específica sobre lo femenino, que no pretendía ser tratado como un tema aparte, separado, sino liberado de cualquier jaula y limitación. En concreto en la recuperación de la subjetividad bautismal. La primacía de la igualdad fundamental, conferida por el bautismo a los creyentes confiere a todos, hombres y mujeres, el principio de corresponsabilidad apostólica.

El bautismo otorga un papel activo

Los laicos, mujeres y hombres, ya no están relegados a la pasividad y la receptividad, sino que, en virtud del bautismo, reciben un papel activo e importante en la Iglesia. Para comprender el estado de cosas en la Iglesia, basta la carta que el futuro Juan Pablo I, entonces obispo de Vittorio Veneto, había enviado a las Asistentes de la Unión de Mujeres y de la Juventud de Mujeres de Acción Católica, que comentando sobre el nombramiento de las auditoras, escribió: “A nadie se le hundirá el corazón, como tuvo un párroco que conozco, cuando el otro día leyó en el periódico que Rosemary Goldie, de ‘auditora’ en el Concilio, se había convertido en ‘oradora’, expresando ante un grupo de obispos algunas reservas en el Esquema de los laicos, deseando que fuera menos paternalista, menos clerical y menos jurídico. ‘¡Al final sucederá –concluía asombrado el párroco– que para estas buenas hijas de la Acción Católica ya no será la colaboración de los laicos al apostolado de la jerarquía, sino colaboración de la jerarquía en el apostolado de los laicos!’… Mire, los laicos –dije– consideran exageraciones cierto clericalismo, que todo, absolutamente todo, en la Iglesia deba empezar por los obispos y sacerdotes”.

La aportación de las auditoras fue de gran importancia para superar la concepción contractual y jurídica tradicional de la institución familiar, mediante la recuperación del valor fundamental del amor conyugal, basado en una “comunidad íntima de vida y amor”. La aportación de la mexicana Luz Marie Alvarez Icaza, copresidenta del Movimiento Familiar Cristiano, en la subcomisión de la Gaudium et spes fue decisiva para cambiar la actitud de los obispos sobre el sexo en el matrimonio, para que no sea considerado como un “remedio de la concupiscencia” vinculado al pecado, sino como expresión y acto de amor.

Fines primarios y secundarios

Luz Marie Alvarez Icaza, muy activa dentro del grupo que debía examinar el “Esquema XIII”, cuestionó que los manuales de teología, en uso antes del Concilio, definían “fines primarios” y “fines secundarios” del matrimonio, donde primaria era la procreación de los hijos y secundario el remedio a la concupiscencia del acto sexual. Respondió a un padre conciliar: “Nos preocupa mucho a las madres de familia que los niños sean fruto de la concupiscencia. He tenido muchos hijos sin ninguna concupiscencia: son fruto del amor”.

Vemos una primera maduración de la conciencia respecto a la contribución de las mujeres a la vida del mundo y de la Iglesia. Es esclarecedor lo que se afirma en Gaudium et spes 60: “Las mujeres ya actúan en casi todos los campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su papel según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en la vida cultural”. Estas son bases que todavía hoy luchan por desarrollarse y madurar.

Un cambio sin retorno

El estudio de los textos producidos y los discursos de los Padres hizo percibir cuán limitada era la conciencia de las transformaciones que se estaban produciendo en el mundo de la mujer, cuya entrada en la vida pública Juan XXIII había señalado en ‘Pacem in terris’ como un “signo de los tiempos”. El Vaticano II ha ofrecido a las mujeres nuevas perspectivas de reconocimiento de identidad y ministerialidad. En la recuperación de la subjetividad bautismal, se han abierto espacios sin precedentes de presencia de las mujeres en la vida eclesial.

Y nuevas formas de ministerialidad, la renovación de la vida religiosa, la entrada en las facultades teológicas como alumnas y profesoras han cambiado el rostro de las Iglesias locales, en los distintos continentes, y han favorecido nuevas sensibilidades. El Concilio activó un cambio sin retorno. Uno de los pasos fundamentales para las mujeres fue el acceso a los estudios teológicos. Esto significa que la historia de la Iglesia también ha comenzado a ser contada por mujeres, que la interpretan y narran.

*Artículo original publicado en el número de octubre de 2020 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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