Tribuna

Centro Astalli de Roma: refugiadas que hablan con la mirada

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Joy no tiene ni veinte años, escapó de Nigeria y de un horror que las palabras no pueden describir, pero sí sus cicatrices. Todos los días sonríe. Llega todas las mañanas a clase, se sienta y abre su cuaderno. Quiere aprender italiano, estudiar y abrir su propia tienda. Desea traer a su hermana por avión y no por mar como ella. Antes nunca había ido a la escuela. No sabía leer ni escribir. Todavía se expresa poco, no solo porque no sabe bien el italiano, sino porque carece de experiencias que den sentido a las palabras.



Nunca ha visto una pizarra, nunca ha probado un helado, nunca ha acariciado a un gato y nunca ha montado en bicicleta. Joy no tiene amigos ni familia. Viene a la escuela todos los días, se sienta y atiende y luego regresa al centro de acogida donde vive. Allí hace sus deberes. Escribe hermosas cartas a su profesora de italiano que ha conocido a muchas mujeres refugiadas. Joy dice que tiene una luz especial.

Centro Astalli

Anna está agotada. Lleva sobre sus hombros un dolor tan grande que la agota, le quita el pensamiento, el sueño y a veces parece asfixiarla. Huyó de Eritrea después de que mataran a su marido. La acompañaban sus dos mellizas de un año. Anna estuvo atrapada en Libia, en una celda durante un año entero porque no tenía dinero para pagar a los traficantes. Una celda tan pequeña que no podía recostarse, pero lo suficientemente grande como para contener todo el mal del mundo.

Todos los días los soldados entraban a esa celda. Cada día el horror se desarrollaba ante los ojos atónitos de las jóvenes desesperadas. Anna no gritaba, no lloraba para no asustar a sus hijas que acabaron muriendo de hambre ante sus ojos. Sus cuerpos sin vida se quedaron a su lado hasta que logró salir, subirse a un barco y llegar a Lampedusa. Durante un año estuvo internada en el hospital de Catania debatiéndose entre la vida y la muerte. Anna llegó embarazada a Italia y aquí nació Elvira, llamada así en honor a la enfermera que la ha cuidado.

También pasará

Elvira da sentido a todo. Mantiene viva a su madre y viceversa. Anna trabaja muchas horas al día en un hotel. Elvira va al colegio y luego se encuentran por la noche en un apartamento en las afueras. Recientemente recibieron una orden de desalojo a pesar de que el alquiler llegó a tiempo. Cuando la trabajadora social le pregunta si está preocupada, Anna mira hacia abajo y susurra que esto también pasará.

Y luego está Fátima, sentada en una silla sin querer comer ni hablar. Su cuerpo está ahí, pero su mente está muy lejos viajando a su casa en Irak. Está enferma, pero no quiere que la traten y no deja que ningún médico la toque. Su dolor lo ocupa todo y no tiene sitio para nada ni para nadie. Los asistentes sociales creen que está durmiendo en un tren abandonado. Apenas está lúcida. Viene al comedor todos los días, se sienta, come y su cuerpo parece encontrar un cierto alivio. A veces se queda dormida y a veces llora en silencio.

Las mujeres solicitantes de asilo y refugiadas que llegan solas a Italia son, en su mayoría, víctimas de violencia y abusos en los países de los que huyen y en el viaje que emprenden. Son jóvenes y el miedo les hacen enamorarse de quienes se aprovechan de ellas. Son demasiado hijas cuando de pronto se encuentran siendo madres.

El Centro Astalli, sede italiana del Servicio Jesuita a los Refugiados, trabaja desde hace más de 40 años para garantizar a las mujeres inmigrantes apoyo psicológico y médico, asistencia jurídica y acceso a la educación y al mercado laboral.


*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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