Tribuna

Aquí estoy

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Confieso que algunas imágenes provenientes de Europa y su “nueva normalidad” me llamaron la atención. Por una parte, es una alegría que lo peor (sanitariamente hablando) de la pandemia haya pasado; por otra parte, el desconfinamiento o “desescalada” parece mostrar cierta ansiedad por librarnos de una pesadilla y seguir como si nada hubiera pasado… Pero el virus del COVID-19 sigue allí.



En el sur estamos transitando la famosa curva ascendente y recién comenzamos el invierno. En algunos países y en algunas provincias de nuestro país nos estamos asomando a un ritmo cotidiano basado en el distanciamiento y la precaución, pero con una marcha cada vez más consistente hacia la plena actividad. En otros países y en ciertas regiones de la Argentina tenemos que reforzar el aislamiento. El virus del Covid-19 sigue allí.

En uno y otro caso, se espera el tratamiento eficaz o la vacuna que lo frene definitivamente. Cuando la tengamos y la utilicemos, tendremos una certeza: al COVID-19 se lo evita con ella. Pero no se habrá corrido el velo que siempre se extiende sobre el futuro, pues otros virus (y consiguientes pandemias) pueden aparecer y porque, al margen de lo sanitario, la vida es fundamentalmente incontrolable. Como dice Serrat, “nos regala un sueño tan escurridizo” y, cuando menos lo esperamos, “saca un conejo de la vieja chistera”…

No saldremos iguales

Una víctima de COVID-19 fue Antonio Rodríguez de las Heras. Estudioso en los últimos años del impacto de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana y en la construcción del futuro, Rodríguez de las Heras nos previno de una ilusión de la cultura actual: la de encontrar una isla idílica y placentera luego de navegar en medio de la niebla de la incertidumbre. No existe tal isla paradisíaca en el futuro, después de la niebla habrá más niebla en el futuro y la clave estará en cómo sigamos navegando en medio de ella. En la niebla de la vida, la existencia personal es luz, una referencia para nuestro andar y para el de los demás. Como una vela solo adquiere sentido pleno cuando se enciende, también nuestra vida va adquiriendo sentido, se va consumando, mientras se consume, mientras va optando y marcando direcciones. La vela cobra relevancia cuando sabemos para qué se enciende y cómo ilumina. 

Hace pocas semanas, el papa Francisco nos dijo que de esta experiencia universal no saldremos iguales, saldremos –como personas, como colectivos- mejores o peores. Dice el Evangelio que una lámpara (una vela, un candil, una vida) no se enciende para ponerla bajo un cajón (Mt 5, 15), pero la lógica predominante en nuestra cultura, que prioriza el poder y el control con su afán por las planificaciones y el anhelo de certezas, justamente hace que muchos guardemos la lámpara de nuestra vida –nuestros sueños, anhelos, libertad- debajo de los mandatos de dominio, amor propio, miedo a perder estatus o posición, egoísmo… y terminemos desnaturalizando la vida, lo cual en algún momento lleva a redoblar la apuesta, acelerando hacia vaya a saber uno dónde, o a sufrir profundas desilusiones. Si como individuos, miembros de comunidades y como humanidad toda persistimos tras la pandemia en confiar en lo efímero, en anhelar islas paradisíacas, saldremos peores: más ansiosos por disfrutar (sacar fruto) solos, más preocupados por salvarnos a nosotros mismos, más indiferentes, más ignorantes, más ansiosos, más inseguros…

Estamos acostumbrados a aceptar, desde la lógica del poder y del control, que el fin justifica los medios. Demostraremos haber aprendido algo luego de la pandemia si asumimos que los medios que elegimos son los que van configurando el fin que perseguimos. Poner la mirada más que en la claridad de la meta en la forma en que caminamos la vida, porque en esa forma y manera se va perfilando el propósito de nuestro existir y –otra vez Serrat- encontramos la riqueza que la vida “nos ofrece a los que saben usarla”.

El otro

Entonces, ¿cómo podríamos salir mejores de esta fuerte e inédita experiencia? Colocando la lámpara de nuestra vida en alto para que alumbre a todos (cf. Mt. 5, 16), a partir de la lógica de la gratuidad y la donación que nos hacer ser fructíferos, frutos para otros. Francesc Torralba afirma que “la donación solo es posible en su perfecta gratuidad cuando se supera el ego, cuando no queda vestigio de egoísmo y uno se da a los demás sin esperar nada a cambio”[1]  Podremos ser mejores si vamos escribiendo el guión de nuestra vida con otros, no contra otros o a pesar de los otros. Vivir desde la gratuidad y la donación es salir al camino, en lugar de buscar cobijo. Salir y seguir caminando en la espesura de la incertidumbre, sabiéndonos frágiles pero también osados. Echarse a andar, salir de la seguridad, hacer espacio a nuevos rostros, dejar que la realidad se expanda. No se trata de asegurar ni de controlar la vida, sino de responderle: “Aquí estoy”

Es en el camino, no en los diseños planificados, donde descubrimos nuestras rutas y nuestras sendas. Pasamos y pasaremos por lugares solitarios, donde nos enfrentaremos a la soledad, a nuestras heridas, contradicciones y búsquedas, nos haremos preguntas y descansaremos de las batallas. En esas rutas y sendas encontraremos tierras con otros, quienes me ayudarán a seguir adelante. Descubrimos y descubriremos, siempre que afinemos una mirada atenta, entremos en el silencio y nos revistamos de la sabiduría de la sencillez y de la integralidad, los paisajes de aquellas historias vivas que nos salven de caer en la apatía o la mediocridad, mosaicos diversos que forman una bella armonía cuando sabemos descubrir la trama que los sostiene. En esas rutas y sendas llegaremos a encrucijadas, casi siempre difíciles de resolver, pero donde encontraremos aquellas personas que nos ayuden a discernir, con su cariño y con sus consejos. Para caminar en medio de la incertidumbre necesitamos escuchar a los otros, acoger la complejidad y la diversidad de la vida, inclinarnos hacia el otro y discernir con paciencia.

“Aquí estoy”

Para salir mejores de esta experiencia y poder decirle a la vida “aquí estoy”, necesitamos desarrollar algunos rasgos específicos. Necesitamos asumirnos como artistas, antes que como planificadores. El artista es sensible y creativo: percibe rápidamente lo que sucede, lo que se va gestando en el ambiente, descubre signos que merecen ser atendidos e interpretados, y responde de manera nueva, distinta, marcando nuevas rutas y posibilidades. El artista no es un improvisado, sino que sabe encontrar y crear haciendo, con paciencia y sensibilidad.

Asumirnos como artistas de la vida, pero también labradores, pacientes trabajadores que cuidan la tierra, eligen la mejor semilla para sembrar, acompañan el crecimiento de lo plantado, saben esperar el momento justo para cosechar. En tiempos de frenesí y arrebato, la donación y la gratuidad requieren de altas dosis de paciencia, de espera, de no dejar a nadie atrás, de no apresurar ni bloquear los procesos personales y comunitarios, de ofrecer presencia y compañía permanentes.

Como buenos caminantes, además de artistas y labradores, necesitamos algo de baqueanos y rastreadores. Buscar las mejores sendas para que todos podamos crecer y desarrollarnos, evitar las rutas que pueden desembocar en tragedias, interpretar los signos de la cultura y los anhelos de quienes nos acompañan en este viaje, adelantarnos y arriesgarnos para visualizar las mejores alternativas del camino.

Para salir mejores de esta experiencia de pandemia debemos desarrollar nuestros rasgos de artistas, labradores, baqueanos y también de profetas, anunciadores de un mañana más diáfano, aunque no exento de pruebas y dificultades. Nadie es profeta por propia decisión, sino porque escucha una voz interior que lo insta a serlo, a decir y a hacer, a anunciar y cuestionar, a proclamar y denunciar. Dice Luigino Bruni que “para los profetas caminar es más importante que entender el sentido del trayecto”[2], el transcurrir que la meta, ofrecer antes que obtener. Aquí está la invitación que tenemos por delante para desplegar nuestra vida con gratitud y en donación.

Hay muchos ejemplos de personas que configuraron sus vidas a partir de un “aquí estoy” y no desde un esquema pre-moldeado. De esos muchos, quiero resaltar a una adolescente de una insignificante aldea judía, periferia absoluta del Imperio Romano. Esa muchacha, hace dos mil años, dijo “aquí estoy” y “hágase”, tomando la decisión más importante y disruptiva para su vida. Cuando María dijo “aquí estoy” y “hágase” no buscó cobijo, no pretendió controlar ni dictar condiciones, sino que salió a servir a su prima que la necesitaba. Fue “invitada a salir a escena” y lo hizo con sencillez, al punto que desde entonces todas las generaciones la llamamos bendita.

 

[1] Torralba, F. (2017), Liderazgo ético, Madrid, PPC, p.169
[2] Bruni, L. (2016), En la noche hasta la aurora (Serie “A la escucha de la vida”/12)