Tribuna

En la intimidad del Señor

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Cuenta San Lucas que cuando se acercaban a Emaús, su pueblo de origen, los dos discípulos, al intuir que aquel peregrino continuaría su paso, ellos le pidieron casi como un ruego: ―Quédate con nosotros, que se hace tarde y el día se acaba (Lc 24,29). Aquel peregrino que era Jesús resucitado aceptó entrar en la intimidad de aquella casa. Estas líneas nos desnudan el deseo más íntimo del Señor: estar en intimidad con nosotros, penetrar en nosotros y transformarnos en sagrarios, su hogar.



En las palabras de los discípulos podemos suponer que no sólo se trataba de una simple invitación a entrar en la casa, sino a entrar en su vida, en su corazón que, como sabemos, es la intimidad misma de todo hombre. ¿Por qué querían esto? La respuesta nos la dan ellos mismos más adelante cuando denunciaron haber sentido «arder» su corazón con las palabras de aquel hombre que, ya lo sabían, se trataba de Jesucristo. ―La luz de la Palabra ablanda la dureza de su corazón y «se les abrieron los ojos».

En la intimidad de su Señor

Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz‖, nos ayuda a comprender San Juan Pablo II ¿Acaso cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, no se coloca en la intimidad de su Señor y da una forma siempre renovada a su única y eterna intercesión? ¿Acaso durante la Eucaristía no nos volvemos un poco aquellos dos y le pedimos, una vez más, que se quede con nosotros? ¿Acaso no es la Eucaristía el recordatorio de que Jesucristo aceptó nuestra solicitud para quedarse hasta el final del mundo?

Vivimos tiempos crudos y amargos en los que nos sentimos derrotados, llenos de dudas y vacilaciones, y como apunta San Juan Pablo II, ―a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios‖. Ese divino Caminante es el fin de la historia humana, como afirmó San Pablo VI, es ―punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones‖. Él es la potencia que, como a los discípulos de Emaús, los hizo levantarse al instante para volver a Jerusalén (Lc 24,33). Cristo hecho pan y vino en la Eucaristía es camino de bendición divina, fecundidad cósmica y trabajo humano, simbolizados en ese pan y en ese vino.

La Eucaristía

En la Eucaristía, Jesús sigue ofreciéndose a los hombres como fuente de vida divina que entra en tu cuerpo una vez que le pides que se quede en ti. Jesús entra para darle pleno sentido a aquello que comenzó a arder con la escucha de la Palabra, por ello, es misterio de luz. La Eucaristía, escribe San Juan Pablo II, es, ante todo, luz porque ―en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan, así como nos recuerda con claridad fecunda el capítulo de los emausianos.

En el capítulo de los dos discípulos, Jesús se acercó para hablarles. ¿Qué significa ese acercamiento? No creo que se trate únicamente de un acercamiento físico. Jesús no se entrega por partes, sino que se entrega de manera total y absoluta. Por ello, me atrevo a decir que ese acercamiento va más allá de un acontecimiento físico, sino que permea toda la realidad de la vida humana.

Cuando Jesús les recordaba las escrituras a los de Emaús para que, efectivamente ardiera su corazón, tuvo que existir la disposición de los que escuchaban y esta disposición nos la acaba de recordar el Papa: debe existir silencio meditativo, es decir, debe haber aguda atención, pues se corre el riesgo de que la Palabra de Dios se diluya para que brote imprudente la palabra siempre en minúscula de nuestro ego. Ellos dejaron que Jesús hablara. Ellos callaron para que Jesús hablara. Allí, en esa disposición al silencio, comienza a trazarse la ruta del reconocimiento del Señor. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Escritor y profesor. Maracaibo – Venezuela