El Concilio de Nicea puede ser contemplado desde diversos puntos de vista: como un acontecimiento histórico posibilitado por el cambio en la política del imperio en su relación con el cristianismo después de los edictos de Galerio (311) y de Milán (313), pasando de fe perseguida a religión lícita, para celebrar el vigésimo aniversario (‘vicennalia’) del imperio de Constantino (teología política).
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También puede ser contemplado como un concilio eclesial que trata de poner límite a la división de la Iglesia por el cisma meleciano y resolver algunas cuestiones disciplinares relativas a la vida de la comunidad cristiana como la fecha de la Pascua, la permanencia de los obispos en su primera diócesis o la vida en continencia y castidad del clero (historia de la Iglesia).
O como la respuesta dogmática eclesial a la crisis provocada por el subordinacionismo arriano (historia del dogma); como expresión de la búsqueda de una identidad cristiana en un contexto nuevo donde el cristianismo tiene que inculturarse (teología misionera y pastoral).
Problema de lenguaje
O como un problema fundamental de lenguaje e interpretación teológica en torno a la relación de Dios con la persona de Jesucristo (exégesis patrística y teología fundamental); como signo y ejemplo concreto de la necesidad de la recepción del magisterio de la Iglesia como un hecho que pertenece a la naturaleza del dogma y una realidad auténticamente eclesial (eclesiología).
Todo ello hace del Concilio de Nicea una realidad compleja y apasionante para la teología y la vida cristiana hoy.
En esta reflexión y acercamiento al Concilio de Nicea, teniendo presentes las otras perspectivas antes mencionadas, quiero centrarme en la cuestión del lenguaje. Nicea supone una regulación lingüística para poder creer, pensar y hablar bien de Dios, del Dios revelado plenamente en Jesucristo.
“De la sustancia del Padre”
Una de las expresiones más importantes del Credo de Nicea desde el punto de vista formal es el vocablo griego ‘toutestin’, forma abreviada de ‘touto esti’, que literalmente significa “esto es” y hemos traducido por “es decir”. La encontramos en el segundo artículo, entre las afirmaciones bíblicas relativas a Jesucristo confesado como Unigénito e Hijo de Dios y las cláusulas específicas de Nicea que interpretan esas expresiones bíblicas en términos de naturaleza y esencia frente al subordinacionismo ontológico de Arrio: “de la sustancia (‘ousía’) del Padre”.
Entre el lenguaje bíblico y el lenguaje dogmático encontramos esta expresión para mostrar que el segundo no quiere ser sino la interpretación fiel del primero. Nunca una expresión tan sencilla ha tenido tanta importancia en la historia del dogma y de la teología.
Como han puesto de relieve algunos de los grandes especialistas en el tiempo y la teología de Nicea, con ella se pone de manifiesto que los padres del Concilio no tuvieron la voluntad de innovar ninguna doctrina, de añadir nada nuevo al kerigma y testimonio bíblico, sino transmitir autorizadamente la confesión de fe de Pedro, la fe de los apóstoles.
“No como filósofos, sino como pescadores”
Como acuñó la tradición cristiana, los padres de Nicea actuaron “no como filósofos, sino como pescadores” (‘non aristotelice sed pescatorie’). La clave, o al menos una de las claves, de la cuestión de Nicea frente al arrianismo está en el correcto uso de la analogía como forma fundamental de hablar de Dios. Como afirma Lewis Ayres en un estudio sobre Nicea y su legado, las controversias cristológica y trinitarias de esta época implicaban en el fondo debates en torno a la gramática del discurso humano sobre lo divino.
Podríamos decir que Arrio no es capaz de comprender que cuando la teología, siguiendo la imagen bíblica, usa el término “engendrado” para referirse a la relación entre el Padre y el Hijo, siguiendo también la teología anterior de los siglos II y III, no lo hace en el sentido unívoco de la generación humana, sino que lo utiliza en un sentido análogo; está recurriendo al recurso teológico de la analogía.
Sentido análogo
En este sentido, con Bernard Sesboüé podemos afirmar que a Arrio le falta imaginación para el sentido de un lenguaje que va más allá de sus propios límites; no tiene capacidad para la metáfora. Para él, si el Hijo es engendrado, significa que hay que entender esa relación literalmente en términos de generación humana, como unos padres engendran a un hijo, separándose y distinguiéndose real y materialmente de ellos. Nicea no lo usa en ese sentido. La generación, siendo real, hay que entenderla en sentido metafórico y análogo respecto a la generación humana. La analogía, por tanto, que afirma una semejanza en la mayor desemejanza entre lo humano y lo divino, es esencial en el discurso teológico.
Así lo comprendió perfectamente Hilario de Poitiers en el comienzo de su obra sobre ‘La Trinidad’ cuando afirma que, para hablar con verdad de los nombres de Dios como Padre (auctor), Hijo (imago) y Espíritu Santo (don), hay que ampliar nuestro lenguaje ordinario. Decir con propiedad y respeto el misterio de Dios nos obliga a ampliar los límites del idioma. Por eso, “nos vemos obligados a ampliar nuestro humilde lenguaje hasta hablar de las cosas que son inexplicables”. Nicea pone la primera piedra en esta necesidad del uso de la analogía y ampliación del lenguaje para pensar y hablar bien de Dios. (…)
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Índice del Pliego
INTRODUCCIÓN: UNA MIRADA COMPLEJA Y MULTIFORME
1. UN PROBLEMA DE LENGUAJE E INTERPRETACIÓN
2. EL LENGUAJE BÍBLICO: EL PUNTO DE PARTIDA
3. EL LENGUAJE DOGMÁTICO: LA CLAVE DE INTERPRETACIÓN
4. EL LENGUAJE SOTERIOLÓGICO: LA FINALIDAD
5. EL LENGUAJE DOXOLÓGICO: EL ORIGEN Y LA META
CONCLUSIÓN: ACTUALIDAD Y SIGNIFICADO PERMANENTE