Creer en la resurrección nunca es fácil, sobre todo si tenemos en cuenta que no se trata del ‘happy end’ de una película dramática ni de la conclusión imprevisiblemente apoteósica de una historia que había terminado mal.
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No está de más recordarlo para evitar caer en las garras de la felicidad ilusa, o en ese optimismo fácil contra el cual nos pone en guardia el papa Francisco: “Existe un peligro grande: confundir esperanza con optimismo. En general, los medios de comunicación nos venden el optimismo: ‘Tome esta pastilla y no engordará más’, ‘siga este camino y hágase rico’, o cosas similares. Eso no es esperanza. El optimismo es una actitud psicológica, que puede estar hoy y mañana no, más parecido a un sentimiento pasajero de quien quiere mejorar las cosas basándose solo en la propia fuerza de voluntad.
Don de Dios
La esperanza, en cambio, es la certeza de que saldremos adelante. Es esperar algo que ya está dado, no algo que queremos que se dé. Es un don de Dios, es esa virtud que llevamos en el corazón y que, radicada en su promesa, nos hace no perder el rumbo”.
El lugar propio de la resurrección, entonces, no es el optimismo sino la esperanza, porque esta experiencia irrumpe en el seno de la primera comunidad cristiana cuando las cosas ya no pueden ir peor, a partir de la constatación de los efectos devastadores de la muerte.
Discípulos y discípulas
En el momento de apresar al maestro, los discípulos corren y se dispersan buscando un refugio seguro. Pedro se atreve a asomarse al patio de Caifás, y la mirada de Jesús al cruzar la suya le sitúa con todo realismo en su verdadera medida: también él ha fallado, precisamente él, que estaba tan seguro de no abandonar jamás a su amigo aunque otros lo hicieran. Los demás varones del grupo quedan retenidos por el pavor y, salvo el discípulo amado, no son capaces de soportar el escarnio supremo de la crucifixión de Jesús.
En cuanto a las discípulas, algunas acompañan al Señor más o menos de lejos, y sostienen sororalmente a la madre, que siente cómo su corazón queda traspasado al pie de la cruz de su hijo. Después, cuando la tortura termina y el cuerpo es desclavado, se cierne la sombra postrera: suena la hora de la muerte.
Reproche mutuo
La muerte es una experiencia corporal, que atraviesa la carne de Jesús imprimiendo en ella sus signos característicos de frialdad y rigidez. Simultáneamente, los discípulos son alcanzados por la muerte como experiencia relacional: ausencia, vacío, lágrimas, tristeza, distancia, silencio. Quizá se despierte en el grupo la dinámica del reproche mutuo ante la dificultad para aceptar el peso de la propia responsabilidad.
Nada más humano: cuántas veces escurrimos el bulto y tratamos de culpabilizar a otros de aquello que no aceptamos en nosotros mismos. Tal vez se vean también sumidos en la vergüenza colectiva por haber abandonado a un maestro que ha pasado entre las gentes haciendo el bien. En todo caso, la muerte de Jesús parece poner un punto final al proyecto que habían emprendido con entusiasmo, y necesitan tiempo para asumir que el fracaso del Señor es también el suyo.
Horizonte nuevo
Un lapso de tres días simboliza la integración progresiva de la muerte como acontecimiento real, de modo que pueda comenzar a entreabrirse la puerta de un horizonte nuevo. Porque en la existencia cristiana, como en toda experiencia humana, no se produce un corte tajante entre la muerte y la vida, sino que ambos lugares van quedando sutilmente unidos por ciertos puentes y para cruzarlos necesitamos tiempo.
Los relatos pascuales que encontramos en los evangelios nos recuerdan una buena noticia: la vida se abre siempre paso, aunque a menudo nos veamos recorriendo ciertos “caminos de vuelta”, impulsados por el desengaño o la pérdida. Los discípulos de Emaús, y el Desconocido que se les acerca, se hacen entonces nuestros compañeros de ruta.
Cuando vamos de vuelta nos cuesta mucho abrirnos al asombro y acoger la sorpresa. Creemos que ya hemos visto todo lo que teníamos que ver. Dejamos de dar crédito a promesas que nos parecen vacías, inútiles o impertinentes. Nos replegamos en la seguridad de lo que ya sabemos y echamos ante la realidad el cierre del escepticismo. Permitimos que la decepción lleve las riendas de nuestras relaciones. Tomamos decisiones que nos van secando por dentro.
Peligroso camino
Algo así nos ocurre cuando vamos de vuelta. Y existen muchas situaciones en la vida que nos empujan a emprender ese peligroso camino: un fracaso profesional, un duelo, una crisis vocacional, un quiebre en el proyecto de pareja, el sentimiento de traición por parte de una persona querida… Cada una de esas circunstancias, que proyectan sin falta su sombra en un momento u otro de nuestra vida adulta, constituye una amenaza vital en la medida que nos coloca en la disyuntiva de optar entre un futuro todavía inédito o un pasado que no da mucho más de sí pero que augura una falsa tranquilidad. Ir de vuelta, en el fondo, equivale a permanecer aferrados a la muerte.
La buena noticia, el “evangelio de la vuelta”, es que la vida puede más. Lo saben bien dos discípulos que huyen de Jerusalén con la idea de refugiarse en una aldea llamada Emaús. No les falta razón para escapar: ahora que aquel a quien seguían ha muerto ajusticiado, todo su proyecto se derrumba y su propia suerte corre peligro. Ellos suponían que Jesús el Nazareno sería el liberador que esperaban, pero aquello resultó demasiado bonito para ser verdad. Lo único cierto es que la muerte lo invade todo y es preferible huir de sus cadenas. (…)
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Índice del Pliego
EL PASO Y EL PESO DE LA MUERTE
LOS CAMINOS DE VUELTA
CLAVES PARA CULTIVAR LA ESPERANZA
- Percibir lo que ocurre
- Caminar juntos
- Reconocer nuestros bloqueos y cortocircuitos
- Apoyarnos en nuestros fondos sanos
- Mantener la capacidad de dialogar
- Atrevernos a poner palabras “de verdad”
- Exponernos a recibir palabras “de verdad”
- Asumir los tiempos lentos, los procesos largos, los silencios germinales
- Dar cauce a los deseos
- Convertir nuestros sentidos
- Avivar el fuego del corazón
- Cerrar procesos