Hace más de cuatro décadas, el Código de Derecho Canónico dejó la puerta entreabierta para nombrar jueces laicos en cualquier tribunal eclesiástico. Sin embargo, esa rendija apenas ha encontrado respaldo hasta hace bien poco, al menos en el ámbito diocesano español, que sí ha visto cómo se han ido nombrando mujeres para otros oficios, como defensoras del vínculo, notarias o secretarias. A falta de un registro oficial, las juezas en nuestro país se contarían con los dedos de una mano, reflejo de lo mucho que queda por hacer para que esa Iglesia con rostro femenino goce de autoridad reconocida.
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En estos doce años de pontificado, el hecho de que Francisco haya incentivado el debate sobre el papel la mujer y reivindicado su capacidad de gestión, se ha traducido en que se las haya fichado en diferentes departamentos diocesanos y plataformas eclesiales. El propio Jorge Mario Bergoglio ha dado varios pasos inéditos a la hora de romper techos de cristal, como el fichaje de la misionera de la Consolata Simona Brambilla como prefecta del Dicasterio para la Vida Consagrada y de la franciscana Raffaella Petrini como ‘alcaldesa’ del Estado vaticano.
Sin embargo, todos estos nombramientos históricos en la Curia parecen llegar tarde y resultar anecdóticos al elevar la mirada a la realidad social y se vislumbra el liderazgo de las mujeres al otro lado del dintel de cualquier parroquia. Así, si nos encontramos ante la primera generación de juezas eclesiásticas, en el mundo civil las magistradas ya son más de la mitad de toda la carrera judicial.
Por eso, más allá de la pertinente reflexión acerca de los ministerios, resulta apremiante promover una verdadera conciencia que permita invertir en “desmasculinizar” la Iglesia, como reclama Francisco, más allá de la más que necesaria conversión del corazón que abandone todo clericalismo.
Plena participación
Sin caer en los imperativos de una política de cuotas, a la vista de la valía demostrada por las católicas que ya están asumiendo responsabilidades, lo mismo en congregaciones religiosas que en otras plataformas sociales, sí urge abrir cauces para activar un liderazgo y una participación efectiva, lo que requiere, –entre otras cosas– una formación y una confianza manifiesta en que ellas no solo pueden, sino que deben, estar también al frente.
Solo así será posible aterrizar en lo cotidiano la sinodalidad, entendida como riqueza en la diversidad y complementariedad, como una auténtica corresponsabilidad que exige la plena participación. O dicho de otra manera, que la carta de ciudadanía eclesial de las mujeres no quede reducida a la partida de bautismo, sino que se traduzca en una sacramentalidad bautismal permanente. Es cuestión de justicia.