Fernando Vidal, sociólogo, bloguero A su imagen
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Último diario del coronavirus 70+1: mientras podamos ver


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Ayer, en el paseo de la noche, Paloma y yo nos encontramos con un vecino bajo una remota higuera de uno de los recovecos del barrio, se sumaron otros dos que no conocíamos y después otro buen amigo que también pasaba por allí. Guardando los dos metros formábamos un círculo grande en medio de la calle y estuvimos un rato largo conversando sobre algo que nos preguntamos todos: ¿vamos a cambiar? ¿Algo va a cambiar a positivo?



Una experiencia colectiva extraordinaria

El periodo que hemos vivido las últimas diez semanas ha sido una de las realidades más intensas y extraordinarias de nuestra generación hasta ahora. Enclaustrados en el confinamiento o comprometidos en la primera línea de lucha contra el coronavirus, hemos pasado por la mayor parte de sentimientos que componen la partitura de la condición humana. Hemos sentido el dolor de la destrucción medioambiental que provoca estas pandemias, vergüenza y responsabilidad por no haber sido colectivamente previsores, solidaridad y obediencia para mantener la distancia social, hemos sentido comunión con nuestros vecinos, gratitud por los sanitarios y esenciales, rabia por las tiranías y populismos, dolor y luto por tanta víctima, angustia y ansiedad por la incertidumbre y tanta gente en peligro, optimismo y pesimismo, esperanza y desconsuelo, tranquilidad y paz, alegrías y penas… Lo excepcional ha sido que todo esto ha sido una experiencia colectiva, vivida a la vez por la mayor parte de la Humanidad que en este momento puebla la Tierra.

Hemos asistido con el corazón encogido al fallecimiento de seres queridos de nuestros amigos o nosotros mismos, a la enfermedad de amigos y familia, a tantas decenas de miles de víctimas cuyas vidas han quedado en suspensión a nuestro alrededor sin poderles rendir gratitud y tributo. También hemos podido ver nacer nuevas vidas. Mi compañera Amaia me comunicó en mitad de la cuarentena que estaba embarazada de varias semanas y es difícil no sentirlo como esa flor de almendro que se atreve a desafiar el invierno y dará fruto. Difícil no sentir que tenemos que cambiar este mundo para esa nueva vida, para nuestros hijos y que tenemos que hacerlo ya.

Hemos podido ver el mundo en su completud: todas las estructuras económicas, culturales, políticas, sociales, internacionales, religiosas, personales, familiares operando, interactuando y transformándose alrededor de este tornado que es la Covid-19. Hemos parado, nos hemos liberado de ruidos e hiperactividad y hemos reflexionado. También había hiperactividad en las redes, videoconferencias y pantallas, pero la hemos podido sentir y quizás frenar. Hemos podido contemplar lo esencial.

Alumbramiento

Tras haber padecido lo más terrible en un campo de concentración nazi, Víctor Frankl –el célebre autor de El hombre en busca de sentido– decía que en los momentos más oscuros de la Humanidad también se encontraba la mayor lucidez. Es verdad que los momentos de cruz son también un tiempo de iluminación y que, paradójicamente –o revelando precisamente la clave de lo humano– en el centro de esa pascua está la desbordante alegría y esperanza de la Resurrección.

Lo cierto es que durante esta travesía por el túnel del coronavirus, vemos con mayor profundidad las razones de los fracasos, comprendemos sentidamente sus consecuencias, palpamos nuestros límites y vulnerabilidad, nos sentimos perdidos y los anhelos laten con mayor fuerza, la sed nos pide una nueva vida, contemplamos lo esencial, nuestra alma se encuentra íntimamente con Dios, apreciamos los más leves gestos de ternura y bien, nos emocionamos con lo pequeño, nos repugna lo banal y egoísta, queremos entregar nuestra persona a la reconstrucción, nos sentimos unidos de un modo muy distinto a los demás, experimentamos la comunión con la Humanidad, elevamos nuestro sentido de trascendencia. Vivimos, en definitiva, muy pegados a la condición humana y nos sujetamos a lo que Ignacio de Loyola llamaba el Principio y Fundamento. El profesor de filosofía José Fernando Juan escribía en medio de la pandemia que esta crisis está dejando escrita en nuestros propios cuerpos la lista de lo esencial y “si lo cambio, será el olvido y la necedad”.

La huella indeleble

El novelista chino Yan Lianke (Henan, 1958) da clase en la Universidad de Ciencia y tecnología de Honk Kong.  El pasado 21 de febrero, en su primera clase de este año, daba por videoconferencia un mensaje a sus estudiantes:

“¿Por qué siempre se suceden el dolor y la tragedia —individuales, familiares, sociales, generacionales o nacionales— en nuestras vidas, en nuestra historia y nuestra realidad?… Entre los muchos factores… se encuentra el hecho de que somos personas —anónimas, insignificantes— sin capacidad de recordar… La persona sin memoria es, en esencia, como el madero sin vida; serán el serrucho y el hacha los que determinen su forma futura”.

coronavirus

Sí, muy probablemente olvidemos gran parte de esta iluminación –a veces solo alumbrados por el corazón en llamas– y el olvido colectivo es lo que hace que, según nos señala Lianke, volvamos a caer una y otra vez en los mismos errores.  Por eso el profesor animaba a sus alumnos a escribir durante la pandemia que ya había causado miles de muertos en Oriente y se expandía sin límites por el planeta. Los animaba a escribir todo lo que vieran y sintieran para dar memoria al pueblo y a las siguientes generaciones, para poder comprender con profundidad hoy qué es lo que ha pasado. Se lo justificaba así:

“La memoria no puede transformar el mundo, pero sí dotarnos de una verdad interior… Hemos de hablar desde la memoria. Si no expresamos nuestros miles de recuerdos individuales, la memoria colectiva, estatal y nacional siempre ocultará y modificará, por razones históricas, nuestra memoria individual… Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie, pero guardar silencio y olvidar son barbaries aún más terribles… Que nuestra memoria sea indeleble, para que podamos algún día transmitirla a las generaciones venideras” (Yan Lianke, El País, 20 de marzo de 2020).

El resto de nuestra vida debemos seguir desenvolviendo los dones –dolorosos, a veces gozosos e incluso gloriosos como las redes del bien– recibidos durante este periodo de la Historia. Debemos impedir que el polvo del olvido o la desesperanza cubran la huella indeleble que está dejando en nosotros.

Recobrar los sueños

Esta pandemia ha tenido forma de golpe: brutal, rápida, súbita, inesperada. Esta pandemia ha revuelto nuestras aguas, ha removido hasta los pecios hundidos en nuestra profundidad y hay tesoros que han emergido a nuestra vista, hemos tenido en nuestras palmas su gran valor. No nos hemos resignado a la muerte, sino que hemos luchado, incluso haciendo lo que a veces es más difícil: quedándonos quietos, no estorbando, no enfermando, venciendo la frustración de sentirnos no esenciales e inútiles en esta batalla. O, más bien, descubriendo que a veces lo mejor que podemos hacer en la vida es ser como un árbol. Los pájaros de nuestros barrios y los árboles nos han enseñado cómo vivir bajo el coronavirus.

Y hemos vuelto a tener deseos profundos de cambiarlo todo y hemos pensado, conversado y leído cómo podría ser posible, qué caminos concretos seguir. Para los jóvenes habrá sido la primera vez que extienden un mapa del mundo para cambiarlo todo, para los demás quizás hemos recuperado la esperanza de que nuestros ojos puedan ver cambios cualitativos en este mundo que ya habíamos sentido que se nos había ido de las manos. ¿Seremos capaces de aprender del entusiasmo, esperanza y pasión de los jóvenes que –incluso alocada e imprudentemente– no se resignan a no ser plenamente humanos?

Incandescencias

En todo caso, tras esta crisis, que aún continúa y falta atravesar un trayecto muy duro –y puede ser que lo peor–, tenemos un montón de semillas entre nuestras manos y muchas otras que han caído en la tierra demuestra conciencia y nuestro corazón, y tenemos que dedicar tiempo a conocer y cuidar para que den fruto. Necesitamos seguir luchando, veremos muchas más cosas terribles y milagrosas, y necesitamos tiempo largo para reconocerlas, meditarlas, comprenderlas, hacerlas nuestro cuerpo y que esas incandescencias y semillas den fruto.

Pero es verdad que, en estos momentos bajo el coronavirus, nuestro cuerpo es una bombilla con una resistencia incandescente, que es el hilo que va de nuestra mente a nuestro corazón, llega a la huella que dejan nuestros pies y se alza hasta nuestra mano levantada al cielo. Ahora aún podemos ver y mientras podamos ver debemos guardar todo lo que se ha iluminado.

Vamos pasando de la Fase cero a la Fase Uno y a la Fase Dos y también internamente vamos viviendo ese proceso. Estamos muy sensibles y nos duele respirar de nuevo los tubos de escape, nos agobian la hiperactividad y las ansiedades, no nos gusta ir enmascarados por la vida, nos repugna la ira política y su insensibilidad con el verdadero sentir del pueblo. Es posible que nos pongamos de nuevo la armadura, que nos metamos dentro de la concha del caracol, que volvamos a perder sensibilidad porque sin cierta piel de elefante es difícil soportar tanta necedad. Es posible que olvidemos, por eso es tan importante grabar bien hondo en nuestro corazón lo que hemos visto y vivido, como el preso que graba en la pared de su celda lo que no quiere olvidar.

En ruta

Para todos acaba ahora un ciclo y este diario llega a su fin, al menos en la forma que ha ido tomando estas diez semanas. Espero que haya ayudado a iluminar. Sentía la necesidad de escribir lo fundamental para no olvidar, para poder conservar al menos el rescoldo de la lucidez colectiva que alcanzamos. En cierto momento, me sentí como aquel camionero que la primera semana de confinamiento dijo: “Mientras estemos un camionero en la carretera, tendréis de todo. Cuando deis un vaso de leche a vuestros hijos o un medicamento, acordaos de un camionero lo ha llevado al supermercado”. Esta mezcla de entrega, ternura e inocencia me emocionó mucho. Lo dijo el camionero Juan Jesús López, de Caravaca de la Cruz (Murcia).

A veces parecía que todos íbamos atravesando en nuestras caravanas y camiones este tiempo oscuro, haciéndonos señales con los faros, hablando por la radio de los camioneros sobre cómo estaba la carretera, cómo nos encontrábamos, tratando de ayudarnos, celebrando la amistad también. A veces, escribiendo este diario, también me he sentido como el hombre de El Hacho, que es un hotel restaurante de carretera, en Lora de Estepa, a medio camino entre Sevilla y Málaga. Como tantos lugares, también ha cerrado sus puertas a los clientes, pero el dueño no ha querido olvidar a esos que hacen posible que tengamos la leche en la mesa de nuestros hijos para que puedan desayunar. El dueño ha instalado en el aparcamiento de su restaurante una furgoneta de comida –una food-truck– en donde ofrece los productos que el camionero podría encontrarse dentro del local. “Coja lo que necesite, estamos aquí las 24 horas”, pone un cartel, tal como lo describe el diario La Voz del Sur. El vehículo nunca se queda sin provisiones. El dueño está atento para que los transportistas siempre encuentren un lugar acogedor y puedan restaurar fuerzas. Los de El hacho han instalado incluso una nevera con bebida fresca. Hay una condición que ha resaltado en otro cartel para todo aquel que quiera coger comida o bebida: “Importante, no admitimos dinero”. Siento una enorme gratitud a los muchos que me habéis acompañado compartiendo este diario. Seguiremos escribiendo en Vida Nueva, pero ya en los otros dos blogs que comparto: La Nube Abierta y A su imagen. Este Diario del covonavirus pasa a la Fase 1. Tras estas 71 entregas, quiero dar especialmente gracias al director de Vida Nueva, José Beltrán, por invitarme a esta aventura, y a Rubén Cruz, que ha sido mi copiloto en ruta, siempre disponible a cualquier hora para que este diario os llegara de la mejor forma cada día.

Los ciervos de Troya

Termino recordando el pasaje que más me gusta de ‘La Ilíada’. En medio de una de las batallas de Troya, el furioso general Agamenón descubre que hay un grupo de soldados que han bajado las armas y están contemplando –como ciervos, dice– la catástrofe de la guerra. No hacen nada, sino que contemplan horrorizados tanto sinsentido, odio y destrucción.  Lo hacen quietos y en pie, como esos ciervos que ante el peligro levantan la cabeza, agudizan los sentidos, están alerta… Agamenón no les reprocha que no luchen, sino que manda matarlos porque advierte que lo más peligroso en medio de la guerra es contemplarla, mirarla de verdad tal como es, darse cuenta de lo que realmente está pasando, tratar de encontrar sentido dentro de la barbarie. Si muchos lo hicieran, entonces la gente se pondría a pensar, se abrazarían y acabaría la guerra. Ese grupo de soldados-ciervo son como los canarios de la mina, los poetas y los profetas, aquellos que solo construyen el mundo con la ternura en sus manos. La verdadera contemplación, la razón de profundidad, nuestra luz compartida puede acabar una guerra.

Tras la pandemia, la sociedad cambiará según lo que cada uno estemos transformándonos ahora, pero sobre todo cambiará en la medida en que sigamos caminando con esta luz en las manos. Hagamos lo que merece ser eterno, hagamos aquello que solo el amor puede hacer. Entreguemos el tiempo y fuerzas que tengamos y queden a la reconstrucción. Ya tenemos el Plan para Resucitar. Unámonos a él mientras aún podamos ver.

De noche, iremos de noche,

Que para encontrar la fuente

Solo la sed nos alumbra.