Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

S U I C I D I O


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No sé si podemos decir que lo aprendimos durante la fase más dura de la pandemia, pero sí que experimentamos la inmensa capacidad de anestesiarnos que tienen los números. Cuando escuchábamos cada día la cifra de los difuntos por coronavirus, llegó un momento en que las cifras dejaron de afectarnos, obviando que tras ellas se escondían rostros e historias concretas. Me he acordado de esta capacidad de adormecer después de leer que, cuándo aún faltan algunas semanas para culminar el año, llevamos la friolera de casi cuatro mil suicidios en España.



Quizá sea que el poder narcotizante de los números no hace su efecto del todo, pero me aterroriza pensar que casi cuatro mil personas prefirieron morir a seguir viviendo como lo estaban haciendo, que a casi cuatro mil personas lo cotidiano les suponía tanto sufrimiento como para violentar su instinto de supervivencia y optar por la muerte. Me produce escalofríos caer en la cuenta de que casi cuatro mil familias han quedado también heridas de muerte, golpeadas por una ausencia dramática y por la pregunta, inútil pero permanente, de si pudieron haber hecho algo para evitarlo. El caso es que, a pesar de estas cifras de vértigo, el suicidio es un tema del que no se habla.

¿Efecto llamada?

Dicen que es para evitar un posible “efecto llamada”, pero me temo que desconocer los datos y mantener el tabú que despierta el tema no nos ayuda demasiado. Aquello de lo que no se habla, no existe para nosotros y, por eso mismo, se desconoce y no se puede prevenir. El drama de los suicidios es solo un ejemplo de cómo silenciar una realidad incómoda y desagradable solo aumenta el problema. Lo que no nombramos ni reconocemos adquiere un poder descomunal, porque actúa zafándose de nuestra consciencia y nos impide disponernos a afrontar esa realidad incómoda y desagradable. Paradójicamente, lo que quisiéramos abocar a la inexistencia con nuestro silencio se hace más presente que nunca.

Conflictos enquistados, relaciones tóxicas, heridas pasadas que no acaban de sanar, lenguajes políticamente correctos que suavizan lo que resulta duro escuchar, actitudes que desgajan la imagen idílica que nos hemos construido de la gente que queremos, de la Iglesia o de nosotros mismos… Nuestra vida cotidiana está llena de realidades que acallamos y que no nos lanzamos a abordar directamente, por más que sea la única manera de hacerlo de forma sana y constructiva. Cuántos silencios, cuántos supuestos y cuántas palabras guardadas que, en vez de hacernos crecer, nos encogen a nosotros y a cuantos nos rodean. Igual que nos mostró Jesús con aquel endemoniado llamado “legión” (Mc 5,9), toda liberación comienza poniendo nombre a tanta sombra y hablando con claridad de aquello que no desaparece por el hecho de ocultarlo.