Rixio Portillo
Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey

Sin diálogo no solo pierde Venezuela sino el continente


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Las recientes conversaciones sobre Venezuela, en México, han traído nuevamente a la agenda pública el tema del diálogo, en un escenario distinto pero con las mismas características de crispación y polarización después de veinte largos años del dolor sembrado. Para muchos venezolanos, diálogo es una mala palabra que no se puede decir, ni apoyar.



El rechazo primario nació cuando el diálogo vino acompañado por la Iglesia. La propaganda oficial ayudó a eso. Hacer creer que la cúpula vaticana actuaba como un aliado, por lo que la credibilidad, incluso del Papa, se vio cuestionada por la astucia gubernamental.

En el libro El Vaticano en la encrucijada venezolana ofrecí una lectura del rol diplomático de la Santa Sede en Venezuela, y sobre las históricas cuatro condiciones que exigía Roma para poder facilitar el encuentro entre oposición y Maduro; pero yendo al fondo del asunto, el problema es mucho más complejo, pues los intentos posteriores y el actual, parece una negociación entre élites.

El diálogo necesita de…

Lo primero es poder reconocer que el diálogo no es una fórmula mágica. Es un proceso que tiene una doble dimensión: la disposición y la capacidad; la primera se refiere a los actores del proceso, que tengan la intención de poder reconocerse con sus legítimas diferencias, al menos a través de la escucha.

La segunda, como fruto de la disposición, la posibilidad de poder llegar a resultados comunes, ante problemas comunes y dar el gran salto cualitativo de la autorreferencia personalista, es decir, anteponer un bien mayor que implique sacrificios.

El problema en Venezuela es que no hay ni lo uno, ni lo otro, y no solo por parte de los que ostentan el poder oficial, sino sobre todo de quienes presuntamente se oponen. Digo presuntamente porque parte del cóctel mediático venezolano está endulzado con el veneno de la esquizofrenia social que no permite saber quién es quién.

Lecciones sobre el diálogo

Pablo VI, el gran Papa del postconcilio, en su primera encíclica dio las claves para el diálogo desde la verdad en la caridad. Para Montini la disposición y la capacidad para el diálogo deben tener ciertas características:

“El diálogo — dice el Papa— supone y exige la inteligibilidad”, es decir, es fruto del pensamiento razonado como expresión superior del ser humano, por tanto comprende el ser auténticamente humano para dialogar.

“El diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo (…) no es un mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso”.

No es hiriente ni ofensivo, evoca no querer buscar el mal, ni destruir, ni aplastar, ni eliminar al otro, y ya esto resulta difícil cuando en tema de Derechos Humanos, Venezuela está en su peor momento, indicado por la ONU y las recientes declaraciones del Fiscal de la Corte Penal Internacional en la que afirma la existencia de crímenes de lesa humanidad.

Algunos han comparado el proceso con el acuerdo de paz en Colombia, pero el problema con el símil es que el vecino venezolano no estaba gobernado por la FARC, y fue necesario establecer un proceso de justicia restaurativa, cosa que no está planteada en esta oportunidad.

No se impone, por tanto no se puede comandar vía control remoto desde la lejanía, ni se puede obligar a dialogar cuando no hay verdaderas intenciones de cambio o muestras de buena voluntad. Peor aún cuando liberan políticos para sentarlos en la mesa de negociación.

Es paciente, es decir, no es instantáneo, ni inmediato, requiere de esa gran virtud que Santa Teresa de Jesús proponía como fórmula para conseguir las cosas: “la paciencia todo lo alcanza”.

El problema no es el diálogo, sino las intenciones

Por tanto, el problema no es el diálogo, ni el uso de la palabra, ni siquiera como expresión de negociación, sino la disposición para poder comprender que la urgencia humanitaria es mayor que esa burbuja de semi bienestar y pseudo calma en la tormenta.

Entender, los venezolanos y todos los pueblos de América, que la pérdida de la democracia en el siglo XXI es la peor herencia para las generaciones futuras y que no habrá excusa ideológica que valga para reducir la responsabilidad en cohabitar con varias dictaduras (Cuba, Nicaragua y Venezuela) en el continente.