Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

Si la Navidad es Pascua, ¿hay resurrección?


Compartir

Si esto trata de vivir de vacaciones, y por tanto “un tiempo vacío” al que corresponde “vagar” o “vaguear”, la vida será de una manera. Si esto va de una fiesta, de una celebración con motivo, será de otra. Por cierto, que se notará después más que antes, siguiendo el famoso emblema del buen discernimiento: “Por sus frutos, los conoceréis”.



Parte de la lógica de la “secularización”, que no es un devenir histórico sin más, sino que está cargado de decisiones e intenciones por vaciar la cultura occidental de sus raíces, es que la Navidad desaparezca consumida entre luces despampanantes, un consumo desbocado y unas reuniones que, en no pocas ocasiones, carecen de motivo de encuentro. Por cierto, “encuentro” expresa, como nunca, la sed de la persona de la modernidad, posmodernidad o antiposmodernidad. Parte de esta lógica se ha adueñado del tiempo de los cristianos, dejando en reducto el motivo de este tiempo. No es lo mismo “vacacionar” que “descansar” o “recrear”. Las dos últimas son bíblicas, hunden su raíz en la Escritura.

Otro apunte más. Las celebraciones son cansadas, especialmente para quienes las preparan y trabajan por ellas. Hay que agradecer el esfuerzo de quienes siguen procurando que así sea. Especialmente tantas mujeres que sostienen con su entrega vínculos que, de otro modo, se debilitarían. Principalmente ellas siguen soportando las cargas de estos cuidados familiares y nutren de motivos y detalles las fiestas que todos ansiamos celebrar. Ellas mantienen el motivo, calladamente en ocasiones, de este tiempo y velan desde el adviento, al ritmo de sus cuatro velas. No es que se consuman, ni se gaste, sino que dan su vida.

Adornos de Navidad/EFE

El paso

A este tiempo también se le llama “pascua”, es decir, “paso”. Por dos razones. Porque algo ocurre, porque algo sucede, porque no es tiempo abandonado a la nada de la casualidad o del sin-sentido. Y porque hay un paso, una transformación. Se celebra para llegar a la cumbre y saciarse en la fuente. Se celebra para cambiar la realidad en su monótono sucederse y romper su ritmo rutinario. Se celebra porque conviene recordar que la esperanza se realiza. Y no es lo mismo que te lo cuenten a que lo celebres. En el caso de celebrarlo, se vive. En el anuncio las palabras pueden llegar o no, pero si se participa del encuentro y de la fiesta el cuerpo, la carne recibe lo que está ocurriendo y portará su huella, herida o signo.    

La pregunta para este tiempo, de extrema dificultad para mostrar culturalmente la Buena Noticia por el ahogo provocado por tanta carga social y política, es si después, como cristianos, seremos capaces de mostrar algo, de llevar algo con nosotros que sea visible para los demás. Enero, pasadas las fiestas, será el escenario en el que se cumplirá la profecía de los analistas sociológicos de nuestro tiempo y llegará el estrés posvacacional, la cuesta insalvable de los gastos realizados y las hipotecas hechas, o el “blue Monday” síntoma de una cultura del desgaste vital. Enero es el tiempo de las rebajas existenciales, de la compra al precio que sea. ¿No será el mejor escenario, como si se tratara de un desierto, para dejar traslucir la Vida recibida, la salvación en germen e iniciándose, la comunión más profunda, la alegría inesperada e inolvidable? ¿No será en enero cuando los cristianos tengamos algo que decir, en forma de frutos y acciones, con gestos y rostro a nuestros contemporáneos? ¿No tendremos algo que hacer en enero realmente apasionante? ¿O todo termina el 5 o el 6, aguantando como se pueda hasta el retorno a lo cotidiano?