De la vasta y dolorosa galería de testigos contemporáneos de la fe -cuyos sacrificios son todos dignos de ser recordados-, hoy nos asomamos a la implacable realidad del terrorismo islámico, pues algunas de sus víctimas empiezan a caminar hacia los altares como auténticos mártires. La historia del sacerdote Ragheed Aziz Ganni nos lleva a Iraq muy atormentado y es un testimonio conmovedor de fe inquebrantable, humor resiliente y dedicación pastoral en medio de la persecución religiosa en su país.
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Nacido el 20 de enero de 1972 en Nínive, una región de profunda raigambre cristiana en Mesopotamia, Ragheed creció en la cercana ciudad de Mosul. Su infancia se desarrolló en el seno de una numerosa y piadosa familia católica caldea, una de las comunidades cristianas más antiguas del mundo. Ésta tiene sus raíces en la antigua Iglesia de Oriente -o Iglesia Persa-, una de las comunidades cristianas más antiguas, fundada en Mesopotamia (actual Iraq) ya en el siglo I según la tradición y que se separó de Occidente tras controversias cristológicas en el siglo V. Su nacimiento como rama católica se remonta al cisma de 1552, cuando una facción de la Iglesia de Oriente buscó y formalizó la comunión con Roma, siendo reconocido el Patriarca Yohannan Sulaqa por el Papa Julio III. Roma adoptó entonces el nombre “Caldea” para diferenciar a esta comunidad unida, la cual, tras periodos de inestabilidad, consolidó su unión definitiva en 1830. Hoy, la Iglesia Caldea es una de las Iglesias Católicas Orientales que conserva su propio rito caldeo-siríaco Oriental.
Fuerte llamada
La fe era el pilar de el hogar de Rahgeed, como lo demuestra por ejemplo la alegría familiar reflejado en las imágenes de su primera comunión, celebrada el 1 de mayo de 1982. Creciendo llegó a ser un joven de gran personalidad, dotado de una inteligencia viva y un sentido del humor contagioso. A pesar de su carácter jovial, su vida tomó un rumbo de profunda seriedad cuando, tras graduarse en Ingeniería Civil en la Universidad de Mosul en 1993, sintió fuerte la llamada al sacerdocio. Ingresó en el seminario diocesano, iniciando así una trayectoria que lo llevaría lejos de casa, pero que paradójicamente, lo uniría aún más a su pueblo sufriente.
En 1996, su diócesis de Mosul, anticipándose a las crecientes dificultades del país, lo envió a Roma para continuar sus estudios. Dada la falta de un seminario específico para católicos iraquíes, Ragheed encontró acogida en el Pontificio Colegio Irlandés. Los irlandeses, conocidos por su cálida fraternidad, lo adoptaron rápidamente, confiriéndole el cariñoso apodo de “Paddy el Iraquí”. En Roma, donde estudió Teología en la Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino (Angelicum) entre 1996 y 2003, fue recordado por su ingenio, su vitalidad y su amor por las bromas, una ligereza que enmascaraba una profunda seriedad espiritual.
Consciente del sufrimiento
Fue en Roma donde se ordenó sacerdote en 2001, mediante el rito de la Iglesia Católica Caldea, en una ceremonia marcada por las ya patentes y crecientes persecuciones anticristianas en su país. Sus superiores le pidieron permanecer dos años más para obtener la Licenciatura en Teología Ecuménica, durante este período, su mente y corazón nunca se separaron de Iraq, consciente del sufrimiento y la miseria de su gente. Un amigo recordó la dolorosa observación de Ragheed: el costo de un simple capuchino en Roma podría comprar comida para toda una familia iraquí. Esta empatía lo llevó a realizar un activo voluntariado con la Comunidad de Sant’Egidio, distribuyendo comidas a los más necesitados, viviendo ya en la diáspora la caridad a la que dedicaría su vida.
El año 2003 marcó un punto de inflexión decisivo en la vida del Padre Ragheed. A pesar del inminente peligro, la intensificación de los ataques y la desestabilización tras la invasión de Iraq, el joven sacerdote optó deliberadamente por regresar a su diócesis de origen. Fue asignado a la Iglesia del Espíritu Santo en Mosul, una de las ciudades que se convertiría en un epicentro de la violencia extremista.
Del pueblo y para el pueblo
Desde el primer día, su ministerio estuvo signado por la persecución. Su parroquia fue atacada en múltiples ocasiones, y su vida, como la de muchos otros líderes cristianos, fue objeto de repetidas amenazas. En las raras ocasiones en que Ragheed pudo visitar Roma en busca de descanso y apoyo, sus amigos y superiores le ofrecieron constantemente la oportunidad de quedarse, de huir de la zona de guerra. Sin embargo, él rechazó sistemáticamente la posibilidad de exiliarse, declarando con una sencillez radical: “Es el lugar al que pertenezco”. Esta respuesta no era un acto de temeridad, sino la asunción consciente de su vocación de pastor en el lugar donde su rebaño más lo necesitaba.
Para entender el contexto del martirio del Padre Ragheed, es crucial contextualizar la persecución religiosa contra los cristianos en Iraq. Los cristianos caldeos, asirios y siríacos de Iraq son herederos como hemos visto de comunidades que han habitado Mesopotamia desde el primer siglo del cristianismo, hablando arameo, la lengua de Cristo. La comunidad cristiana de Iraq ha sido históricamente una minoría vulnerable a causa de la creciente preponderancia del islam, si bien en algunas etapas ha sido reconocida y respetada.
Terror insostenible
Sin embargo la comunidad -en sus diferentes ramificaciones- se encontró expuesta a una violencia sistemática tras el colapso institucional provocado por la invasión liderada por Estados Unidos en 2003. Este conflicto desató un vacío de poder que fue aprovechado por grupos extremistas sunitas -como Al Qaeda y, posteriormente, el ISIS- y diversas milicias sectarias. Esta población, marcada como un objetivo particularmente débil, sufrió una implacable persecución cuyo objetivo estratégico era generar una atmósfera de terror insostenible. El fin era forzar el éxodo masivo de los cristianos, culminando en un verdadero genocidio cultural y físico en las regiones de mayor tradición cristiana.
Esta ofensiva contra la fe se desplegó a través de múltiples y coordinadas manifestaciones de violencia. Una de las tácticas más visibles y simbólicamente devastadoras fue el ataque a lugares de culto. Iglesias y monasterios, que durante siglos habían sido centros de vida comunitaria y preservación cultural, fueron sistemáticamente bombardeados, incendiados o atacados con explosivos. Estos actos, como los que sufrió la parroquia del Padre Ragheed en Mosul, trascendían la mera destrucción de la infraestructura; buscaban infligir una profunda humillación a la comunidad, demostrando su impotencia y vulnerabilidad ante el poder de los extremistas. La destrucción del patrimonio cristiano era un acto deliberado de terror y borrado histórico.
Persecución creciente
A la par de la devastación material, se implementaron los asesinatos selectivos con precisión quirúrgica. Sacerdotes, obispos, líderes comunitarios, intelectuales laicos y figuras influyentes eran secuestrados, extorsionados o, en el peor de los casos, ejecutados sumariamente. Esta táctica buscaba específicamente decapitar espiritualmente a la comunidad cristiana, privándola de sus pastores y guías en el momento de mayor crisis.
Otro pilar de la campaña de persecución fue la extorsión y el secuestro. Las familias cristianas, a menudo ya empobrecidas por la guerra, se convirtieron en una fuente de ingresos ilícitos para los terroristas. Los secuestros, ejecutados para pedir cuantiosos rescates, no solo causaron trauma y terror individual, sino que asfixiaron económicamente a la comunidad, dificultando aún más su capacidad de supervivencia y obligando a muchos a vender sus bienes y huir para salvar la vida de sus seres queridos.
Un estatus de inferioridad
Para aquellos cristianos que se negaban a ceder al terror y se aferraban a sus hogares ancestrales, la opresión adoptó la forma de la imposición de normas extremistas. Se les obligaba a vivir bajo un estatus de inferioridad (dhimmíes), debiendo pagar la jizya (un impuesto de capitación o “protección”) o, la alternativa más ominosa, afrontar la conversión forzada al islam bajo la amenaza directa de la ejecución. Este cerco legal y social buscaba hacer insostenible la vida cristiana en el país.
El resultado de esta violencia multidimensional fue catastrófico: entre 2003 y la emergencia del Daesh/ISIS en 2014, la población cristiana de Iraq se redujo en cifras alarmantes, pasando de más de un millón a unos pocos cientos de miles. El ejemplo más doloroso es el de Mosul, la histórica ciudad de Nínive: una comunidad que superaba las 35.000 personas fue prácticamente erradicada, con pocas esperanzas de regreso.
Fortaleza eucarística
El Padre Ragheed fue un testigo de primera mano de esta catástrofe humana y religiosa y, al negarse a abandonar su puesto, se convirtió en un faro ineludible de resistencia, demostrando que incluso en medio de la aniquilación, la fe podía persistir. Su vida fue marcada por esa fe inquebrantable, cuya raíz profunda era la fuerza transformadora de la Eucaristía. En 2005, fue invitado a hablar en el Congreso Eucarístico Nacional en Italia, donde no dudó en describir la crudeza de los bombardeos y los ataques terroristas que presenciaba día a día. Su discurso resonó con una paradoja teológica profunda: la violencia terrorista no había debilitado a su pueblo, sino que, por el contrario, había fortalecido su fe eucarística. Él proclamó ante el mundo: “Los terroristas podrían pensar que pueden matar nuestro cuerpo o nuestro espíritu asustándonos, pero los domingos las iglesias están siempre llenas. Pueden intentar quitarnos la vida, pero la Eucaristía nos la devuelve”.
El P. Ragheed entendía la Eucaristía como el verdadero centro de su resistencia. Concluyó su intervención con palabras que resumen su espiritualidad martirial:
“Hay días en que me siento frágil y lleno de miedo. Pero cuando, sosteniendo la Eucaristía, digo: ‘Este es el Cordero de Dios. Este es el que quita los pecados del mundo’, siento Su fuerza en mí. Cuando sostengo la Hostia en mis manos, es verdaderamente Él quien me sostiene a mí y a todos nosotros… que nos mantiene unidos en Su amor sin límites… En tiempos normales, todo se da por sentado y olvidamos el mayor regalo que se nos hace. Irónicamente, a través de la violencia terrorista hemos aprendido que es la Eucaristía, el Cristo muerto y resucitado, lo que nos da vida. Y esto nos permite resistir y tener esperanza”.
¿Renunciar a la fe?
Palabras premonitorias que no tardaron en hacerse realidad en la vida del Padre Ragheed. Su martirio ocurrió después de la Misa de Pentecostés, el domingo 3 de junio de 2007. Fue asesinado a sangre fría junto a tres de sus subdiáconos, Basil Iskapar, Wajid y Saad, mientras salían de la Iglesia del Espíritu Santo. Testigos del horrendo acto escucharon a uno de los terroristas increparlo: “Te dije que cerraras la iglesia, ¿por qué no lo hiciste? ¿Por qué estás aquí?”. La respuesta de Ragheed es un eco de la fe de los mártires de todos los tiempos: “¿Cómo puedo cerrar la casa de Dios?” Le ofrecieron una última oportunidad de renunciar a su fe. Al negarse, fue ametrallado repetidamente, dando su vida como testimonio final de su amor por Cristo y por su pueblo.
Tras el asesinato, los terroristas demostraron su odio al cristianismo al minar los cuerpos con explosivos, buscando evitar que la gente se acercara para rendirles homenaje. A pesar de esta extrema intimidación, la comunidad cristiana de Mosul se movilizó. Más de 2.000 personas desafiaron el peligro y las amenazas para asistir a las exequias. La Misa fue celebrada por el Arzobispo Paulos Faraj Rahho, quien a su vez sería martirizado meses después en marzo de 2008. El prelado fue secuestrado el 29 de febrero de 2008 también en Mosul, justo después que terminara de celebrar un Vía Crucis cuaresmal en la Iglesia del Espíritu Santo, la misma donde Ragheed había sido asesinado el año anterior. Los acompañantes del Arzobispo fueron asesinados inmediatamente, pero él fue hecho prisionero y su cuerpo fue encontrado sin vida días después, el 12 de marzo.
Camino a los altares
La sangre del Padre Ragheed y sus subdiáconos, lejos de silenciar a la Iglesia de Iraq, se convirtió en una semilla de resistencia. Un año después de su muerte, en 2008, el Papa Benedicto XVI recibió sus reliquias en Roma, honrando su sacrificio. La Congregación para las Causas de los Santos en Roma dio su aprobación para iniciar el proceso, reconociendo al Padre Ragheed y a sus diáconos como candidatos en camino hacia los altares en 2018, a petición del Obispo caldeo de Detroit, Mons. Francis Kalaba.
El Papa Francisco, en el décimo aniversario de su martirio, celebró la Misa llevando la estola del Padre Ragheed, un gesto de profunda comunión con la Iglesia sufriente en Oriente Medio. La estola y las reliquias del Padre Ragheed Aziz Ganni se veneran hoy en la Basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina en Roma, un lugar dedicado a la memoria de los mártires modernos y contemporáneos. Este hecho simboliza que, a pesar de la diáspora forzada y la violencia sistemática, la Iglesia en Iraq sigue viva, resistiendo con la misma fe eucarística que sostuvo al Padre Ragheed hasta el último aliento. Su vida, marcada por la elección valiente de volver al peligro y por la convicción de que solo Cristo da la verdadera esperanza, inspira a los cristianos de todo el mundo a no ceder ante el miedo y a ver en la Eucaristía la fuente de toda resistencia.
