Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Nuestra pequeña transfiguración personal


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El Evangelio nos presenta la maravillosa transfiguración del Señor, animándonos así a vivir nuestro propio proceso de iluminación y unirnos a todos los que nos precedieron, sintiendo la predilección del Padre Dios por cada uno de nosotros. El desafío radica en poner los medios necesarios y creer en la posibilidad de renacer de la muerte para vivir la resurrección.



Seguramente, muchos han experimentado días en los que se siente una evidente luminosidad. El cuerpo irradia energía, el corazón rebosa deseos de amar, la mente se despierta y conecta con agilidad y creatividad, mientras que el espíritu se expande en comunión con todo y con todos en fraternidad. Si hemos experimentado esto como una bendición en ocasiones pasadas, durante esta Cuaresma, si ponemos los medios adecuados, podemos replicarlo para el bien de los demás y como una experiencia mística fundamental.

Los medios para la transfiguración

Así como Jesús lo hizo, es beneficioso apartarnos del bullicio del mundo y elevarnos por encima de la vida cotidiana para encontrar silencio y tranquilidad para cuerpo y mente. Algunos días de retiro o jornadas de oración intencionadas pueden ayudarnos a escapar del frenesí que trae consigo el mes de marzo, especialmente en el hemisferio sur, donde todo está por comenzar después del verano. Las vacaciones son un cambio necesario y agradable, pero no siempre proporcionan el espacio sagrado necesario para conectarnos con lo divino, y esto es aún más relevante en Europa, donde el invierno a menudo nos desafía con mayor intensidad.

No es casualidad que Jesús invitara a su círculo más cercano a presenciar su momento de transfiguración. Del mismo modo, nosotros también debemos procurar generar encuentros con Dios en comunidad. Aquellos que invocan al Señor y ponen los medios tienen más probabilidades de contener, inspirar, iluminar, consolar, crear y escuchar la palabra del Verbo y del Espíritu Santo, que sopla de maneras muy diversas.

Cómo vivir nuestro proceso

Abrazar el Amor con mayúscula implica que este sea el motor que impulse nuestra existencia, sostenga nuestros vínculos con nosotros mismos, con los demás y con la creación, y nos permita discernir y decidir en las encrucijadas vitales. Debe ser el modo en que nos entendemos y relacionamos, y debemos abordar todo lo que vivimos desde este manto protector.

Al estar alineados en el Amor, tanto de manera vital como comunitaria, es posible experimentar el “milagro” de nuestra propia iluminación, beneficiando así también a nuestro entorno. Solo “respirando y exhalando amor” podemos manifestar nuestra mejor versión, donde todas nuestras dimensiones despliegan su potencia en acción. Nos convertimos en pequeñas antorchas que pasan el testigo del amor.

El gozo del alma

De esta manera, incluso las dificultades más grandes, que representan nuestras “muertes en vida”, pueden “resucitar” si contamos con el amor encarnado de Dios en la comunidad y en la certeza de ser “hijos e hijas amados y predilectos” del Padre. Los ataques a nuestro ego, la vulneración de nuestros derechos, la inseguridad, la enfermedad, el fracaso y tantos sufrimientos se convierten en parte de un proceso para alcanzar un bien mayor y fortalecer nuestra fe.

Al igual que los discípulos, en esos espacios sagrados de “montaña”, donde nos unimos al amor en compañía de otros de manera intencionada, podemos experimentar la maravilla de la felicidad que brota desde nuestro interior. Podemos conectarnos también con la sabiduría de los que ya partieron y sentir su abrazo y presencia desde otra dimensión. Sentimos paz con lo que somos, con lo que hacemos y con el camino recorrido. Anhelamos que esta vivencia sea eterna, como un pedazo de cielo, aunque sepamos que debemos “descender” a la realidad.

La fuerza para continuar

Esta experiencia mística de un encuentro real con Dios en y entre nosotros es el alimento fundamental para seguir adelante. Es la fortaleza que nos asegura que somos hijos e hijas, permitiéndonos regresar al mundo y alumbrar el camino de aquellos que están más oscuros o dudosos sobre su valor y propósito. La antorcha no se apaga cuando “descendemos”, sino que es nuestra responsabilidad llevarla alta y encendida para amar y servir a aquellos que necesitan paz.