Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Los seminaristas madrileños hacia los altares


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Fueron víctimas durante la guerra civil española, pero no van camino de los altares solamente por haberlo sido, sino por algo diferente y mucho más significativo para los cristianos, pues estos seminaristas son venerados por la comunidad por haber sido mártires.



En toda guerra mueren muchos –siempre demasiados, sean cuantos sean– y su muerte puede ser por causas diferentes: unos mueren como soldados, otros son víctimas civiles de bombardeos o ataques, algunos por las carencias sanitarias en esos momentos de precariedad, a veces en esos tiempo de barbarie algunos mueren por venganzas personales, revanchas, envidias, muchos por motivos políticos, etc. Pero en estos seminaristas la Iglesia madrileña ve a mártires, esto es, asesinados por  lo que la tradición cristiana llama “odium fidei”, el odio hacia Cristo y lo cristiano, presente y manifestado en muchos modos a lo largo de la historia.

Puede estar mezclado con otras motivaciones, y normalmente lo está, pero tiene que quedar claro que el motivo principal de la muerte es ése odio contra lo cristiano, de lo contrario no se pueden llamar mártires, por muy cruel que haya sido su muerte. En España ya tenemos más de dos mil beatificados del siglo pasado por esta razón. Sus testimonios nos hablan de fe y perdón, dos elementos que deberían ir siempre unidos, aunque por desgracia en ocasiones la realidad no sea así.

Futuros sacerdotes

En este blog hemos recordado diferentes ejemplos de martirio de distintas épocas, cada uno tiene unas circunstancias completamente diferentes, pues al ser un drama humano, las posibilidades son innumerables. Pero de estos más de dos mil nuestros ya en los altares no he hablado todavía; hoy, como madrileño, quiero recordar a estos seminaristas ya cercanos a los altares, que no murieron en ningún frente, ni en un bombardeo, ni como un efecto colateral inevitable, ni por venganzas personales, y no estaban mezclados en política ni cosas por el estilo. Murieron sencillamente por ser eso, candidatos al sacerdocio.

En 1936 según el Annuario Pontificio había en España 29.902 sacerdotes seculares. Los religiosos según el Catálogo Subirana de 1925 eran 11.436, pero dadas las dificultades que tuvieron durante la República, probablemente en 1936 los religiosos eran algo más 10.000. Teniendo en cuenta las cifras que hablan de los eclesiásticos asesinados durante la guerra civil (13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 religiosos y 296 monjas) los cálculos nos dicen que fueron asesinados un 23 por ciento de todos los efectivos del clero español. Sin embargo, como señalaba Antonio Montero, el gran experto en la cuestión, las proporciones de asesinados varió grandemente de zona a zona, pues por ejemplo la diócesis de Barbastro fue testigo de una carnicería que casi acabó con el clero del lugar, mientras que en otras la proporción fue mucho menor.

Víctimas del odio

No me detengo a analizar el sentimiento anticlerical del momento en ciertos ambientes y si era más o menos justificado, solamente recordar –por poner un ejemplo– que al mes escaso de iniciarse la guerra civil, el diario barcelonés ‘Solidaridad Obrera’ –principal cabecera periodística del sindicalismo anarquista español– se expresaba con estos términos de odio:  “La Iglesia ha de desaparecer para siempre… Pero hay que arrancar a la Iglesia de cuajo. Para ello es preciso que nos apoderemos de todos sus bienes que por justicia pertenecen al pueblo. Las Órdenes religiosas han de ser disueltas. Los obispos y cardenales han de ser fusilados. Y los bienes eclesiásticos han de ser expropiados”.

El seminario madrileño, que estaba situado en un barrio con fuerte presencia del partido socialista de entonces y un Ateneo Libertario de la Confederación Nacional de Trabajadores en la cercana Puerta de Toledo, fue ocupado estableciéndose una cárcel dependiente de este círculo socialista, y posteriormente un cuartel de las milicias del batallón Pablo Iglesias. Esto impidió que fuera incendiado, pero provocó la destrucción material de la capilla, altares e imágenes, el saqueo del archivo y biblioteca, el robo de puertas, maderas, enseres de todo tipo, mobiliario sagrado, material didáctico, etc. Como medida de precaución, los seminaristas fueron enviados a sus respectivas familias.

Seminario_Madrid

Sus datos personales, conservados en los archivos, acabaron en manos del Servicio de Información Militar, ofreciéndoles una fuente de información en su tarea de reprimir la a la Iglesia en Madrid. De política encontraron poco en esos archivos, pero datos de sacerdotes muchos, y de ellos unos 300 fueron asesinados, si bien algunos eran de fuera. Los que intentan vender la teoría que todos los curas que murieron durante la guerra –más de 6.000 entre diocesanos y religiosos– estaban implicados en actividades políticas, creo que no saben bien de qué hablan.

Este es el contexto en el que se produjo el violento asesinato de estos seminaristas, cada uno en un lugar y unas circunstancias diferentes, pero todos unidos por una juventud donada a un ideal que llenaba sus vidas y que era bien ajeno a la guerra, al odio o al enfrentamiento.

Ignacio Aláez Vaquero tenía 22 años cuando fue detenido el 9 de noviembre de 1936 a raíz de una denuncia anónima contra su padre Evelio y unos milicianos asaltaron el domicilio familiar. Al registrar la casa y detener a Evelio, interrogaron a Ignacio, que estaba presente, y al preguntarle por qué no se había alistado en el ejército, contestó que era estudiante; le preguntaron qué estudiaba y contestó que estudiaba para ser sacerdote. Fue detenido y sólo por este motivo fue llevado a la checa de las milicias de Líster, una de las muchas cárceles improvisadas en aquel momento en Madrid, ésta en la calle López de Hoyos.

Junto con otros prisioneros, Ignacio fue conducido a un lugar aislado y allí asesinado en la tarde del mismo día, sin juicio ni nada por el estilo. El encargado del cementerio afirmó que al joven le dijeron que, si graba “viva Rusia”, lo soltaban y que él contestó: “yo lo único que puedo decir es Viva Cristo Rey”. Y lo mataron. Su cuerpo fue identificado a través de una fotografía, pero como el lugar de enterramiento de los inhumados en la fosa común no había sido registrado en el Cementerio de Fuencarral, sus restos no pudieron ser exhumados ni entregados a su familia.

Pablo Chomón Pardo, era originario de Burgos y también tenía 22 años, había ingresado en el seminario de Madrid en septiembre de 1926. En julio del 1936, con el comienzo de las vacaciones de verano, había ido a Ciempozuelos para quedarse con su madre –que se había trasladado a vivir allí– y con su tío sacerdote, don Julio Pardo Pernía, que era el confesor de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón. Cuando los milicianos fueron a buscar al sacerdote encontraron con él al sobrino seminarista.

Don Julio y su sobrino recibieron la orden de no salir de su casa. El 7 de agosto fueron apresados y conducidos a la cárcel instalada en la Iglesia. Allí pasaron horas, sin que su prendimiento fuese registrado o interviniera alguna autoridad judicial». A continuación fueron trasladados hasta el término municipal de Valdemoro, en el km. 5 de la carretera a Torrejón de Velasco, donde sobre las 6 de la tarde fueron asesinados. Al día siguiente los cadáveres fueron enterrados en una fosa común en el cementerio de Valdemoro.

Antonio Moralejo Fernández-Shaw , de 19 años, fue detenido, junto con el padre Liberato Moralejo Juan, el 28 de septiembre de 1936, fueron a buscarle por ser seminarista. Hay que tener en cuenta un episodio anterior a esta búsqueda: estando en una iglesia, él intentó evitar la profanación del santísimo por parte de un grupo de gente que quería profanarlo, enfrentándose a ellos, y descubrieron que era seminarista. Poco después fueron a la casa familiar a buscarlo: quisieron llevárselo, pero su padre opuso resistencia. Ante la insistencia de ellos, el padre dijo que se iría con su hijo allá donde se lo llevaran, y se los llevaron juntos.

Ambos fueron llevados a la Comisaría del Distrito Palacio, y desde allí puestos a disposición de la Dirección General de Seguridad, para ser trasladados el día siguiente a la cárcel. Allí permanecieron más de un mes en unas condiciones sanitarias que empeoraron a medida que avanzaba el ejército del otro bando. Posteriormente fueron trasladados y asesinados el 8 de noviembre en Paracuellos del Jarama, lugar tristemente famoso por las ejecuciones. El padre era militar pero murió únicamente por no querer separarse de su hijo.

Jesús Sánchez Fernández-Yáñez era originario de Ciudad Real y allí entró en el seminario, pero se trasladó a Madrid en 1932-1933, ya que su familia se había mudado a la capital. El 20 de septiembre de 1936, con 21 años, tras ser denunciado por unos parientes lejanos, fue detenido. Fue asesinado pocas horas después de ingresar en la checa de Fomento –llamada así por estar en la calle homónima, si bien antes había estado en el Círculo de Bellas Artes–, por lo que no pasó por comisaría ni por la Dirección General de Seguridad. Su cuerpo apareció al día siguiente en el llamado barrio de la China, por donde hoy está el planetario. El 22 de septiembre su cuerpo fue enterrado en el cementerio de la Almudena y posteriormente fue trasladado definitivamente a la Basílica del Valle de los Caídos.

Miguel Talavera Sevilla, oriundo de Boadilla del Monte, acababa de cumplir 18 años cuando el 7 de octubre de 1936 fue conducido ante el Comité local instalado en el convento de dicha localidad donde, como ocurría en muchas ocasiones, fue recluido sin ningún interrogatorio. El motivo de la detención no fue otro que su condición de seminarista, así consta en toda la documentación. Fue conducido a la checa de Marques de Monistrol, en la capital y posteriormente fue encontrado asesinado en la carretera de La Coruña, en la Cuesta de las Perdices. No fue posible identificar el cadáver entre los de la fosa común. Como recuerda su familia, tampoco Miguel pertenecía a ningún partido político, ni se dedicaba a otra cosa que no fuera su condición de seminarista.

Ángel Juan Trapero Sánchez-Real, de Navalcarnero, también en Madrid, había cumplido 20 años un par de meses antes cuando el 11 de octubre de 1936, mientras estaba con su familia, fue detenido por un grupo de milicianos de Madrid y llevado a la Checa Porlier –para la que habían arrebatado a los escolapios una parte de su colegio precisamente en la calle del General Díaz Porlier– pues a ella pertenecían los milicianos que practicaron la detención. Estuvo retenido hasta el 16 de octubre en que fue puesto a disposición de la Dirección General de Seguridad. Devuelto a la checa de Porlier, el 9 de noviembre, junto con otros presos, entre ellos algunos sacerdotes, fue trasladado y fusilado en el cementerio de la Almudena. Los cadáveres fueron recogidos al día siguiente y enterrados en una fosa común, pero pudo ser reconocido y el 7 de diciembre de 2017, sus restos fueron trasladados a la capilla del seminario de Madrid.

Cástor Zarco García, también de Ciudad Real, era uno de los mayores de estos seminaristas, tenía 23 años cuando en marzo de 1937, siguiendo las nuevas disposiciones del Gobierno, prefirió marcharse en la Brigada «El Campesino», porque  temía que si no aparecían tomaran represalias contra su padre. Conocidos suyos de la época afirman que no participó en los abusos cometidos por la tropa, en cuanto a robos y violaciones, y que por ello fue tachado de homosexual y sometido a otras vejaciones, hasta que se descubrió su carácter de seminarista a punto de ordenarse, y él no lo negó. A partir de entonces tuvo que sufrir mayores humillaciones y se vio obligado a cavar su propia tumba. Le fusilaron en Alcalá de Henares el 18 de septiembre de 1937 y murió gritando Viva Cristo Rey.

Mariano Arrizabalaga Español, aunque no pertenecía al seminario de Madrid, forma parte de este grupo por tener a su familia en la capital, si bien era oriundo de Barbastro (Huesca). Era seminarista de Comillas, en Santander, y tenía 21 años en el verano de 1936 cuando, pasando las vacaciones con su familia en su domicilio madrileño, fue sometido a controles y registros debido a que su padre, fallecido en 1934, era comandante de infantería y, sobre todo, por el abierto testimonio de fe de sus hermanos, miembros de la Acción Católica.

El 5 de octubre de 1936 fue detenido, junto con un hermano y un cuñado. Fueron conducidos a la checa de Fomento, donde la llamada Comisión de Investigación Pública los puso a disposición de la Dirección General de Seguridad el 8 del mismo mes. Fueron entonces encerrados en la cárcel modelo, que estaba situado en la zona de Aravaca. El 8 de noviembre, fue conducido al Castillo de Aldovea, en Torrejón de Ardoz y según un testigo de los hechos, “el capitán tocó el silbato y los de las gorras descargaron. Antes de que los milicianos dispararan, los que eran disparados gritaban ¡Viva Cristo Rey! El capitán daba a algunos de ellos, ya en el suelo, el tiro de gracia”.

Ramón Ruiz Pérez tampoco era de Madrid, pero fue asesinado en nuestra capital y por eso lo encontramos incluido en el grupo. Su martirio está vinculado al del beato mártir Manuel Basulto y Jiménez, obispo de Jaén, su tierra natal, donde él mismo había estudiado en el seminario, del que después pasó al de Toledo. En julio de 1936, con 24 años, mientras pasaba las vacaciones de verano con su familia, fue encarcelado en la catedral de Jaén por ser seminarista,  junto con el sacerdote y párroco de Peal de Becerro, don Lorenzo. Tuvieron que sufrir humillaciones y torturas, y ver cómo el 26 de julio se destruían los objetos religiosos y las imágenes, se profanaba el templo y se convertía en una cárcel.

Allí permanecieron junto con el obispo Basulto y muchas otras personas, hasta la noche del 11 de agosto, cuando, con el pretexto de ser trasladados a la cárcel de Alcalá de Henares, les hicieron subir a lo que en realidad fue tristemente conocido como “tren de la muerte”; de hecho, al llegar a Villaverde, según recuerdan testigos supervivientes, el tren fue desviado por jóvenes libertarios que, tras recibir permiso del Ministerio de Gobernación, lo condujeron hasta el Pozo del Tío Raimundo. Aquí los mataron en grupos de 25, empezando por el obispo y su hermana, un total de 139 personas. Los cadáveres fueron saqueados, recogidos en furgonetas y enterrados en dos fosas del cementerio de Puente de Vallecas. En 1939 se encontraron los cadáveres y trasladados a Jaén el 10 de marzo de 1940, donde hoy descansan en la cripta de la Catedral, bajo una gran cruz de mármol.

Estos seminaristas no llegaron a ser ordenados sacerdotes ni ejercieron el ministerio que habían deseado y para el que se estaban preparando; no celebraron los sacramentos ni predicaron, ni organizaron la pastoral infantil o juvenil; no llegaron a visitar a los enfermos ni asistir a los necesitados, tampoco guiaron la comunidad cristiana. No tuvieron ocasión de nada de esto. Y, sin embargo, quizás se les puede aplicar lo que dijo san Agustín en su sermón 286 sobre unos mártires antiguos: “Dieron mayor testimonio de Cristo con su muerte que con su vida”.