Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Los misiles invisibles de una guerra


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Todo conflicto humano que se enfrenta con violencia y guerra, inevitablemente, genera daños evidentes en muertes, heridos, pérdidas materiales, de infraestructura, de historias, de cultura, de patrimonio, de naturaleza, de vínculos que se rompen y desgarran y que cuesta mucho volver a zurcir. Al ser visibles, con voluntad política, con ayuda económica y material, algunos de estos “forados” se pueden reparar, reconstruir o al menos aprender a sobrellevar una vez recuperada la paz.



Sin embargo, también hay daños más sutiles o invisibles que se provocan en las psiquis de todos los afectados y que entran como misiles al inconsciente y que solo un arduo trabajo de sanación del alma puede aliviar. Quizás nos ayude mirarlos más de cerca para ver si alguno de esos misiles existe en nuestro interior, alojado tras una pequeña o gran guerra familiar, social, nacional o mundial. Conocerlos, ponerlos sobre la mesa de nuestra consciencia, es el primer paso para empezar a desarmarlos y poder vivir mejor con ellos sin que nos quiten la paz que hemos podido recuperar.

Vivir con miedo

Quienes experimentan una guerra (sin importar su tamaño o duración) en carne propia y fueron víctimas de la violencia, la incertidumbre y el terror extremo de perder la vida, la dignidad y ver borrado por la crueldad su valor, sin querer arrastran un misil de gran calibre muy difícil de desactivar, tienen miedo. Miedo a ser abandonados, a no ser aceptados, a la soledad, al rechazo, al abuso, a ser heridos, a no ser vistos, a no valer la pena como personas

Lo que conlleva una constante lucha interna por tener que legitimar la existencia con obras, eficacia, logros y haceres que “compren” el derecho a respirar como los demás. La guerra les arrebató la “ciudadanía humana” y los convierte en parias que piden permiso al resto para ocupar un espacio junto a los demás y, cuando estos no responden como se espera, tienen un vértigo vital. Se les activa el misil del miedo y se autoexilian en un infierno terrenal.

Vivir en la austeridad

Quien ha vivido tiempos de guerra sabe que los lujos, los placeres, el darse gustos y sofisticaciones son casi obscenos en la precariedad y la miseria de la orfandad material y afectiva de un conflicto real. En medio de la violencia no hay tiempo para detalles ni caricias, solo sobrevivir y aguantar con los dientes apretados, comiendo con el cuerpo y con el alma lo que la vida te da y ser agradecido de “esa oportunidad”.

Por lo mismo, cuando llegan tiempos de calma, de bonanza, de abundancia, de descanso y placer real, un hijo del conflicto, no los puede disfrutar con paz. Lo carcome la culpa, el tener, cuando hay tantos que no tienen la misma suerte, lo tensiona la desigualdad y a la vez se siente impotente de poderla solucionar. Se atrapa entre una espada y la pared y se hunde en una amargura solitaria que nadie comprende y se aísla aún más. La guerra le arrebató la libertad del paraíso terrenal de sentir y gustar la vida como uno más. Se siente culpable de haber sobrevivido y se castiga a sí mismo, privándose del amor que siente inmerecido y que cree pertenece a alguien más.

Vivir sin destacar

Una de las tácticas que aprende un sobreviviente de la guerra es a no destacar; aprendió que si levantaba la cabeza lo podían matar. Por lo mismo, se acostumbra a hacerse invisible frente a los demás. Sus logros, competencias y dones, si bien los desarrolla, no los puede exponer libremente frente a los demás. Los minimiza, los subestima, los prende de otros, pero jamás los asume como su propia cosecha o esfuerzo personal. Este misil es muy doloroso, porque es una paradoja con su necesidad más vital. Quiere ser visto y cuidado, pero, a la vez, no quiere que lo crean vanidoso o superficial y ahí se enreda en una madeja que lo deja en un terreno ambiguo de ser o no ser lo que es, que lo frena y frustra con profunda desolación existencial.

Un hijo de la guerra puede destacarse frente a los demás, pero, frente a sí mismo, se seguirá sintiendo un pequeño paria que no vale nada y que es una molestia para muchos con su forma de ser y pensar.

Miedo a amar con libertad

Uno de los daños más grandes que deja un contexto de guerra en una persona es el pánico para amar. No tuvo la experiencia fundante de sentir el amor incondicional; su nido fue un fuego cruzado y todo era un constante derrumbe de estructuras que no permitían cultivar nada que fuese a durar. Por lo mismo, las personas que han vivido en guerra muchas veces operan de dos formas muy complejas de sanar: o esconden su corazón en un bunker impenetrable de donde nada sale ni entra y se convierten en máquinas frías de relacionar; o bien son corazones en hospitales de campaña, siempre sangrantes, heridas, limosneando cuidados y amor a quien los pueda apañar.

Ambas respuestas son poco sanas porque no establecen límites adecuados con los demás. Son personas que no conocieron el amor de verdad y, ya sea con encierro o con desangre, buscan desesperadamente un hogar y estabilidad.

Una nueva humanidad

Estos y muchos otros males quedan como resabios ocultos de los conflictos de guerra y violencia que suceden en cada hogar, familia, nación y a nivel mundial cada vez que como personas optamos por destruirnos unos a otros y no dialogar. La convivencia humana es lo más compleja que hay, pero, si queremos construir una nueva humanidad, debemos al menos, reconocer nuestros propios misiles ocultos, desactivarlos y entregarles a nuestros hijos, amigos y entornos un ejemplo diferente en el modo de relacionar.

Comunicándonos, podremos dar testimonio de que los conflictos siempre estarán entre nosotros, pero que los podemos enfrentar escuchándonos, cediendo, negociando, perdonándonos y minimizando los daños visibles e invisibles que pasan de una generación a otra, causando tanto sufrimiento a todos.

La comunicación como desactivador

Una vez reconocidos estos daños en nuestro interior o en el corazón de otro(s), lo que puede ayudar a desactivarlos es la comunicación sincera, afectiva y efectiva de lo que realmente sentimos. Dejar fuera las carcazas del ego, del qué dirán, del miedo, de los prejuicios y exponer a mansalva la propia vulnerabilidad con toda su crudeza y sensibilidad. Si se acompaña con lágrimas y detalles honestos de lo que realmente se piensa, siente y percibe de la realidad, más puentes de sanación se podrán conectar y el milagro del reencuentro se empezará a fraguar.

Cada misil saldrá de su escondite y será expulsado como un quiste purulento doloroso y asqueroso al inicio, pero después vendrá el alivio de la verdad, de la salud y de la acogida mutua con nuestra sensibilidad. Al compartir nuestras miserias y temores más recónditos e inconscientes, la guerra y sus daños irán haciendo espacio a la paz, al perdón y al amor que todo lo perdona y permite recomenzar