Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

La parábola de la guerra entre Ayuso y Casado


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Mi madre es, entre los miembros de la familia, a quien más le interesa la política. Siempre está pendiente de la actualidad, nos pone al día de los dimes y diretes entre los políticos y nos comenta ese circo público en el que demasiadas veces se convierte la situación política en nuestras fronteras y fuera de ellas. Estoy pendiente de que me comparta su opinión sobre las últimas trifulcas entre la presidenta de la Comunidad de Madrid y el presidente del partido al que pertenece.



Como la analista política es mi madre, no voy a usurpar ese puesto, y menos desde mi más profunda ignorancia, pero no puedo evitar que me llame mucho la atención cómo se genera división, desconfianza y hartazgo entre la población al comprobar que ni dentro de un mismo partido político son capaces de jugar limpio, ir de frente y solucionar cualquier diferencia con claridad, respeto y honestidad. Esta polémica, la enésima que protagoniza la clase política, me recuerda demasiado a las trifulcas que, sobre todo en las redes sociales, se generan entre cristianos por cuestiones religiosas.

¿Qué podemos aprender los católicos?

Basta con asomarse a Twitter y ver cómo, en vez de ser un lugar de diálogo y encuentro entre personas, se transforma con mucha facilidad en espacio de enfrentamientos agresivos entre creyentes, por el simple hecho de que difieren en sus posturas ante la vida, las prioridades eclesiales o cómo ser más fieles hoy al mensaje de Jesús. No son pocos quienes se sienten defensores del último bastión de la verdadera fe que, casualmente, siempre coincide con cómo lo comprenden ellos. Es fácil que nos pase como a esos políticos que, en vez de invertir sus fuerzas en buscar el bien común, generar proyectos que hagan crecer a una nación y establecer relaciones enriquecedoras con otras líneas políticas, se ocupan de demostrar quién manda más, de preguntase quién le hace sombra para apartarlo y de lanzarse los trastos a la cabeza unos a otros.

Y, claro, una no puede evitar preguntarse cómo pensamos generar puentes y establecer diálogo con los distintos, con los que no creen o con los que tienen creencias diversas cuando ni siquiera somos capaces de hacerlo con los de nuestra propia casa, siendo más propicios al ataque que al diálogo respetuoso. No nos acaba de entrar en la cabeza eso que Jesús les decía a los escribas: “Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir” (Mc 3,25). ¿Seremos capaces de no resultar tan ridículos como nuestra clase política?