Redactor de Vida Nueva Digital y de la revista Vida Nueva

¿Existe la normalidad litúrgica, incluso durante el coronavirus?


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Los protocolos

Poco a poco las diferentes diócesis de España han ido publicando sus protocolos para la desescalada y la vuelta a las celebraciones litúrgicas tras el paso de las semanas más duras de la pandemia por el coronavirus. Tras las medidas básicas aprobadas por la Conferencia Episcopal y las continuas actualizaciones del BOE, las Iglesias locales ofrecen algunos subrayados característicos. Algunas insisten más en las medidas sanitarias, otras en las separaciones, algunas han hecho carteles didácticos para seguridad de los fieles, las hay que se lían con las fechas e incluso han tenido que rectificar, hay protocolos hechos por los obispos de una misma provincia eclesiástica o firmados por vicarios y comisiones… Incluso, mientras termino este párrafo, me mandan un vídeo explicativo de un párroco sobre cómo volver a la celebración.



A la vez que algunos obispos invitan a poner fin a la proliferación de las misas ‘on line’, hay dos principios claros de los documentos sobre los que no sé si se ha hecho la suficiente catequesis: la prolongación de la suspensión del precepto dominical y la insistencia en que la población de mayor riesgo –y no solo si presenta algún síntoma del coronavirus– siga las celebraciones desde casa. ¿Se darán por aludidos muchos de los que llenan la celebraciones diarias de la eucaristía? Cada parroquia conoce a su feligresía y quienes conforman las diferentes asambleas eucarística y es fácil repasar mentalmente quien, por su seguridad, debe evitar participar de forma presencial en la misa. Son criterios difíciles de transmitir, no basta con marcar unos sitios en los bancos o repartir gel a la puerta de la Iglesia… Hay algunos obispos y sacerdotes que no se saltan este previo antes de pasar a otras normas de funcionamiento y está bien porque sí que es una forma de actuar buscando el bien y el cuidado de las personas de la comunidad, de defensa de la vida en toda regla.

Las minorías

Desde la Semana Santa que ha presidido el papa Francisco en la basílica de San Pedro hasta la última transmisión realizada por cualquier tipo de medio, estamos redescubriendo la celebración de la misa en minoría. En tiempos de pandemia hemos podido descubrir gracias a las facilidades de internet celebraciones de todo tipo. Las misas según la ‘forma extraordinaria’ desde Madrid o las afueras de Florencia con las vestiduras litúrgicas impolutas, el servicio dominical anglicano del arzobispo de Canterbury desde su cocina en el palacio de Lambeth, la sencilla celebración de un sacerdote en casa de su madre que trata de recuperarse de un cáncer, el eco que llena las grandes basílicas vacías…

En todos estas misas, ya sea desde la capilla de la Conferencia Episcopal o desde la última catedral del mundo, se han ido haciendo pequeños ajustes para evitar el contagio y hacer cierta pedagogía de la liturgia de la inmediata pospandemia. Aunque queda mucho camino por andar para que la responsabilidad se imponga del todo, los decretos no son lo único necesario para reconducir esta situación litúrgica.

Más allá de campañas y manifiestos de fieles reivindicando su derecho a la comunión diaria –algunos con comulgatorio y en la boca–, la responsabilidad social en uno de los valores evangélicos que algunos parecen obviar. ¿No es curioso que muchos hayamos sentido que hemos vivido una de las Semanas Santas más intensas, en lo espiritual, de nuestra vida sin participar en ninguna procesión o celebrar la Vigilia Pascual? Nunca antes había quedado tan patente el sentido comunitario y eclesial de la comunidad que vibra por los que no están como en estas celebraciones casi privadas. ¿Saldremos mejores de esta pandemia en lo que a auténtico sentido de la liturgia –el que está más allá de la rúbrica– se refiere?

El testimonio

Durante algo menos de un año he estado celebrando con grupos de diferente procedencia la misa entre los lóculos de una catacumba de Roma. En los mismos rincones en los que los cristianos se reunían para la fracción del pan en la Ciudad Eterna yo lo he hecho algún domingo con tres o cuatro personas al final del día. La conexión con la historia de la comunidad cristiana y con la Iglesia universal se hacía evidente desde los subterráneos de la Vía Apia.

En tiempos de pandemia tal vez venga bien recordar el testimonio de Nguyen van Thuan, el cardenal vietnamita que contó su historia al mundo en unos Ejercicios Espirituales a Juan Pablo II y que se quedó recogida en ‘Testigos de esperanza’ (Ciudad Nueva, 2000).  

Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mí una pregunta angustiosa: ‘¿Podré seguir celebrando la Eucaristía?’. Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuento me vieron, me preguntaron: ‘¿Ha podido celebrar la Santa misa?’.

En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. “Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la villa del mundo” (Jn 6, 51)

Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos, para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: “Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago”. Los fieles comprendieron enseguida.

Me enviaron una botellita de vino de misa, con la etiqueta: «medicina contra el dolor de estómago”, y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.

“La policía me preguntó:

– ¿Le duele el estómago?

– Sí.

– Aquí tiene una medicina para usted.

Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: “Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo”, como dice Ignacio de Antioquía.

A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida!