“Entre el cielo y el suelo hay algo…” Así comenzaba una canción de Mecano, allá por los 80. Me parece un buen resumen de situación para estos días finales del tiempo pascual, porque seguimos en Pascua, aunque la inercia cotidiana o los acontecimientos continuados puedan haberlo desdibujado. En poco más de un mes, ha muerto un Papa que, además, ha sido referente ético y espiritual para gran parte del mundo, especialmente fuera de las fronteras eclesiales; en España, vivimos un apagón histórico e inusual ¡en todo el país! Del que seguimos sin conocer las causas y quizá no lleguemos a conocerlas nunca.
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Hemos vivido un cónclave (que no es algo tan frecuente) y hemos dado la bienvenida, esperanzados, a un hombre de rostro apacible y sereno (incluso embargado por la emoción), de formas prudentes y firmes a la vez: otro papa, León XIV. Entre medias alguna final de fútbol, algún que otro escándalo político (más de uno, por desgracia), bodas, graduaciones o comuniones de algún pariente cercano para criticarnos con cierto cariño y, quizá algún cambio de trabajo, de pareja, de plan de vacaciones, el fallecimiento de alguien querido o el nacimiento de una nueva vida. Por dibujar a grandes trazos el panorama…
El tiempo pascual termina con Pentecostés y justo antes, la Ascensión que acabamos de celebrar: una fiesta “entre el cielo y el suelo” donde las haya. El Resucitado, que ha dedicado tiempo y espacio a hacerse presente, a confirmarnos en la mucha o poca fe y restituir los lazos perdidos por el dolor de la cruz, asciende. Sube al cielo, decimos metafóricamente. Vuelve a casa, vuelve a Dios, a “su lugar” pero no regresa sin más porque ya no es el mismo, exactamente. Lleva con Él su carne, nuestra carne, nuestra humanidad. Eso ya no tiene vuelta atrás. Y con Él, algo nuestro también asciende. Pero implacablemente, nosotros seguimos viviendo entre el cielo y el suelo.
Y para que no se nos olvide, celebraremos Pentecostés, la fiesta del Espíritu, esa celebración permanente de sabernos ungidos y llevados por el soplo vivo de Dios. Hasta donde cada uno quiera, como cada uno decida. Como recibir un regalo: nos lo dan y tú decides cuánto lo haces tuyo. O al revés, damos un regalo a alguien porque queremos hacerlo, más allá de que la persona lo acoja o lo arrincone sin abrir en un armario del trastero.
De qué estamos hechos
Tenemos unos días para tomar consciencia. Unos días para recordar que “hemos recibido el Espíritu de Dios para que conozcamos lo que Dios nos ha dado gratuitamente” (1Cor 2,12), sin condiciones. Un Espíritu de libertad, de consuelo, que no nos esclaviza ni encoge (2Cor 3,17; Jn 14,26; Rm 8,15). Unos días para volver a elegir cómo queremos vivir aquí y ahora, entre el cielo y el suelo. Con la esperanza que da saber que algo de nosotros, lo más nuestro que es nuestra humanidad (carne) ya ha ascendido, ya busca algo más que andar por aquí arrastrados.
Y, por si fuera poco, también en lo más nuestro, bulle el Espíritu de Dios, como en su propia casa, soplando y alentando para no olvidar de qué estamos hechos y hasta dónde podríamos llegar si lo creyéramos: cuánta fuerza, cuanta valentía, cuanto consuelo, cuánta libertad, cuánta paz, cuánta resiliencia, cuánto perdón… ¡cuánto bien somos capaces de generar cuando así lo elegimos y no nos olvidamos!
¿Recuerdas cómo acababa la canción de Mecano? “Me cuesta tanto olvidarte”… pues eso.