Redactor de Vida Nueva Digital y de la revista Vida Nueva

En lo que a abusos se refiere, ¿hay algo más que silencio y complicidad dentro de la Iglesia?


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El dominico

Aunque el quizá nunca sospechara la globalización del problema podemos decir que el tiempo le ha dado la razón. Profeta rechazado por los suyos –como las grades figuras de los momentos críticos del Israel del Antiguo Testamento–, el sacerdote dominico Thomas P. Doyle lo tuvo claro desde el principio. Antes que el ‘Boston Globe’ sacase en portada los casos de Massachusetts en 2002 o que los primeros acusados se sentaran en el banquillo en 1983 en Louisiana, personas como Doyle ya luchaban contra el abuso sexual de sacerdotes católicos.

De hecho, su figura es de las que abre la investigación de Juan Ignacio Cortés en ‘Lobos con piel de pastor. Pederastia y crisis en la Iglesia católica’ (San Pablo, 2018). Cortés lo describe como el “típico héroe americano, un John Wayne alto, de mandíbula cuadrada y mirada intensa”. El dominico, doctor en Derecho Canónica y con diversas especialidades civiles en su currículo, quedó tan marcado para la jerarquía por su defensa de las víctimas de abusos que tuvo que dejar su cómodo puesto en la Nunciatura de Washington con Pío Laghi a la cabeza –mucho antes de la llegada de Carlo M. Viganó–.

Despachado de la delegación diplomática –entre otras cosas ha sido capellán militar laureado en Irak– se puso manos a la obra a entrevistarse con las víctimas a profundizar qué estaban haciendo los organismos de la iglesia estadounidense al respecto. Desde los 80 se ha entrevistado con miles –sí, ¡miles!– de víctimas y ha sigo testigo en varios cientos –sí, ¡cientos!– de casos en los tribunales del país.

Ya en 1989 apoyó las investigaciones civiles en Pennsylvania. Aún recuerda sus inicio al hacer balance, décadas después: “La primera vez que me involucré en un caso en 1984 todavía creía en la Iglesia. A pesar de que ya había cumplido tres años al interior de la Nunciatura todavía tenía algo de confianza en los obispos y compartí la esperanza con mis colegas de la época”.

El desencanto que muestran sus palabras, al toparse con quienes tenía como objetivo salvar la institución por encima de todo y de todos, se fue entremezclando con ira y coraje, a veces a partes iguales. En estos años lidiando con el problema se ha convencido que la cultura generada en torno a sacerdotes y consagrados en las filas de la propia Iglesia ha sido un caldo de cultivo –unido al cambio de valores en la sociedad– para el desarrollo criminal de estas prácticas y su silenciamiento.

Siempre ha sido crítico con las medidas de (san) Juan Pablo II –“nunca reconoció mucho menos respondido a una sola de las miles de cartas y peticiones realizadas por las víctimas de abuso sexual”, decía abiertamente no hace mucho– y su empeño por la “preservación de la imagen del sacerdocio” y de la ortodoxa ciega que no se ha creído la apuesta por todo el Pueblo de Dios del Vaticano II. Las familias de las víctimas, la prensa, los tribunales civiles has llevado a la actual toma de conciencia del problema.

El legionario

En una pequeña cripta en el cementerio del pequeño pueblo de Cotija de la Paz, en el estado mexicano de Michoacán, a 200 km. de la capital Morelia, está enterrado Marcial Maciel Degollado. Colocado bajo una imagen del Resucitado y detrás de un altar, junto su nombre el año de nacimiento (1920), el de su fallecimiento (2008) y dos letras LC. Fallecido el 30 de enero, al parecer en Florida (Estados Unidos), a los 87 años recluido por mandato vaticano, este castigo público aunque pueda parecer demasiado complaciente, supuso dentro del entramado eclesial un antes y un después.

Aunque los funerales contaran con una numerosísima presencia de clérigos o el fundador de la Legión fuera enterrado con casulla blanca, algo estaba empezando a cambiar con la caída del que fuera todopoderoso Maciel y que bastantes sinsabores causó a Benedicto XVI, quien además de la reclusión del anciano ordenó una visita apostólica que hizo posible la refundación de la institución.

En paralelo se fue difundiendo, a pesar de los legionarios que le taparon hasta el final y los curiales que le protegieron desde la jerarquía, un rosario de tropelías en torno al sacerdote mexicano expulsado de varios seminarios en su juventud, acusado de consumo de drogas, amante de diferentes mujeres con las que tuvo algunos hijos no reconocidos a través de falsas identidades que mantuvo durante toda su vida, abusador de legionarios en formación o puesta de manifiesta su afición al lujo que le llevaban a alojarse en casas y hoteles diferentes a las de la comunidad religiosa. Por citar solo lo básico.

Difundidos los casos de abusos, fundamentalmente por parte de algunos exlegionarios a los que las presiones sociales –mexicanas y vaticanas– no les acobardaron, muchos no creían posible un gesto como la medida de Benedicto XVI por considerar a Maciel un intocable que había conseguido de la Santa Sede la creación de un centro internacional pontificio para sacerdotes vinculado a su universidad o el simbólico servicio de la distribución de la comunión en las misas en el Vaticano –por poner dos ejemplos–.

El papa Ratzinger se ganó más enemigos que aliados en esta decisión, seguramente; pero convenció a muchos de que el camino de la impunidad de los abusos no tenía marcha atrás. La “Tolerancia cero” era más que un eslogan. Hoy el 30 de enero, en la Legión no es un día penitencial y nunca más de exaltación del ‘padre’ que traicionó a sus hijos.

El encuentro

En Estados Unidos, en Canadá, en Chile, en Irlanda, en Australia, en Alemania, en España… junto a las figuras de sacerdotes o religiosos que han abusado de diferentes maneras de menores o personas vulnerables a lo largo de la historia, hay siempre cristianos anónimos que han acompañado a las víctimas. La cumbre del Vaticano contra la pederastia nos ha mostrado los errores del pasado y, al mismo tiempo, la determinación de hombres y mujeres que dentro de la comunidad eclesial buscan contribuir a la purificación como elemento propio de la misma esencia cristiana.

El testimonio fecundo de quienes comparten y viven su fe en un grupo de catequesis, en la clase en un colegio, en las actividades de tiempo libre, en tantos programas de Infancia de Cáritas u otras entidades cristianas, en la intimidad del confesionario… tiene que ser un estímulo para la lucha y la prevención de la pederastia. Una nueva mentalidad sobre la trasparencia y la dignidad de las víctimas sobre estructuras institucionales falibles son la hoja de ruta que la Iglesia necesita.

Un empeño que la Iglesia está llamada a compartir con la sociedad, para que el problema de los abusos a menores deje de ser un arma arrojadiza anticlerical para pasar a ser abordado de forma integral. Lo mismo que debemos interrogarnos sobre los resultados concretos de esta cumbre a partir de ahora, tenemos que hacerlo sobre la sociedad y si esta ha tomado nota para atender a aquellos menores que sufren abusos más allá de la sacristía y cuyas denuncias un encuentran eco en los informativos o en los correos electrónicos habilitados para hacer mas mediáticas las denuncias.

¿No es este un silencio cómplice del que tarde o temprano tenemos que despertar? Se lo debemos a personas como Thomas P. Doyle o aquellos primeros exlegionarios que se atrevieron a hablar y arriesgar.